Una Sevilla que enamora

Un paseo por los lugares emblemáticos para los románticos del siglo XIX

El monumento a Bécquer en el Parque ABC

Fran Moreno

Algo tiene esta ciudad que enamora incluso a los románticos más desdichados en esto del corazón. Tiene ese algo tan único que no encontrarán en ningún rincón de este gigantesco mundo en el que habitamos. Que se lo pregunten a Paul Tournal que con sólo escuchar Sevilla su alma entraba en un clima de «pureza inalterable».

Son muchos los románticos del siglo XIX que han sentido ese hormigueo o el revolotear de las mariposas en sus entrañas caminando por sus calles y admirando una urbe que quedó atrapada en el tiempo, naufragando entre tradiciones y bajo la mirada recelosa de su pasado musulmán.

De todo ello, de esa obsesión por el recuerdo del mágico Oriente reflejado en el Guadalquivir, sacaron las fuerzas para desempolvar sus trebejos y proclamar a viva voz los secretos que Sevilla esconde .

Unos llegaron a la capital andaluza siguiendo el curso del río desde Sanlúcar de Barrameda hasta topar con la Torre del Oro, guardiana del caudal, y la puesta de sol de la que tanto hablaban David Roberts y George Borrow . Otros, utilizaron el trotar de un carruaje procedente de Córdoba para parar las herraduras en la Cruz del Campo, lugar donde Richard Ford anunciaba la llegada a un destino deseado, el final de todo mal.

Sus pasos los hacían adentrarse en la vorágine palpitante del centro capitalino. Al galope, el caballo dejaba atrás los Caños de Carmona , un acueducto que ha servido de inspiración para autores como Blanchard o Eibner . Querían más y más y a los ojos de Irving llegaba la Giralda, los Reales Alcázares y el Archivo de Indias. Es aquí, donde absorbían la esencia del pueblo sevillano y esa religiosidad abrumadora que transpiraba por los poros de su fe. Una fe que dejaba boquiabiertos a Dauzats y un Gautier que afirmó que hasta la mísmisima Notre Dame tendría que pasar «con la cabeza alta» para maravillarse con la grandiosidad de la Catedral.

Los azulejos hermosos

Entre recoveco y recoveco aparecía Manning y sus trazos de la Casa Pilatos o el testimonio eterno de Moulton haciendo referencia a «los azulejos más hermosos» que había visto nunca. Seguían paseando por unas calles que no dejaban indiferentes ni al propio Latour maravillado con la idea de que «no hay un balcón que no guarde algún recuerdo del pasado». El clasicismo llegaba de la mano de Sierpes, pura fantasía y novela de Niboyet y el buen café y dulce pastel de Naeyer. La mejilla del modernismo la ponía la calle Feria con su Alameda, Plaza de Abastos y un mercadillo los jueves que sacaba de sus casillas a Wyatt .

La puntilla sentimental la puso Murillo con la belleza inconmensurable de San Antonio, la Caridad o el antiguo Museo de Pinturas, hoy día Bellas Artes. Como diría, «¡apresúrense pues, turistas y poetas en ver Sevilla (…) Apresúrense, mientras dure el triunfo de la flor y la sangre!».

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