Obituario

Obituario: Mary Rubio (1929-2022): Mi superheroína se fue al Cielo

Esposa fiel, madre amorosa, abuela dulce y tierna, mujer fuerte, inteligente, luchadora y piadosa

Mary Rubio ABC

Marta Martín

Mi abuela Mary Rubio nació el 20 de agosto de 1929 en White Plains (New York) y fue bautizada en la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, en la calle 14 de Manhattan. Viajó a España para cuidar de sus abuelos (mayores y enfermos) que vivían en Sevilla y estudió Químicas en la Hispalense. Allí conoció a mi abuelo, su marido, Damián Martín Nieto, que cursaba la carrera de Derecho, ambos en el mismo edificio de la Universidad en la Calle Laraña, junto a la Iglesia de la Anunciación.

Mi abuela regresó a Estados Unidos con sus padres, y mi abuelo, un valiente para la época, se fue a buscarla a New York, ciudad en la que se casaron el 17 de mayo de 1953 en la iglesia de San Vito en Mamaroneck. el matrimonio regresó a Sevilla donde vivieron siempre en la Plaza del Cristo de Burgos hasta su fallecimiento el pasado día 6 de marzo de 2022. Tuvieron diez hijos y veintidós nietos, entre los que me encuentro yo. Cuando el pasado domingo mi padre me llamó para darme la triste noticia y viendo que no tenía posibilidad de asistir a su entierro, sacando fuerzas de flaquezas y entre lágrimas le escribí esta carta:

Querida Abuela Mary:

Quiero darte las gracias por haber estado 35 años de tu vida metida de lleno en la mía, por tu amor infinito y tus cuidados. María… madre, esposa, abuela, hermana, amiga… una reina. Llamarte mamá o abuela se nos queda corto. Decirte preciosa no es suficiente. Y es que eres lo más cerca que se puede estar de Dios en la Tierra.

Nunca quisiste que nadie hiciera nada por ti, que se te agradecieran tus gestos de cariño. Siempre fuiste humilde. Y, sin quererlo, tus huellas están hoy en los corazones de tantos que tuvimos la dicha de tenerte. Te debo tanto: Me leíste cuentos, me hiciste el desayuno, me cuidaste cuando estaba enferma, me lavaste, me limpiaste los mocos, me arropaste y rezabas conmigo por las noches, me dejabas dormir en tu cama por la mañana. Me enseñaste a coser y cocinar, a hacer la tarea y ser obediente. Me celebraste los cumpleaños y me hiciste rosquitos de azúcar y canela; me cosiste miles de vestidos y arreglaste mis juguetes rotos. Me llevaste de excursión y de paseo, me consentiste con besos y abrazos aún cuando no los merecía. Me cargaste en tus brazos cuando tuve miedo, secaste mis lágrimas, me acariciaste, me llevaste de la mano a miles de sitios. Sonreíste hasta cuando estuviste enferma, siempre nos dejaste el pedazo más grande de todo. Me diste miles de regalos, y los más grande fueron tus manos y tu corazón. Me diste un hogar contigo y el abuelo.

Aguantaste todas las etapas de mi vida y mis meteduras de pata, y siempre me trataste con respeto. Me animaste a seguir estudiando, apoyaste mis decisiones, me aconsejaste en mis peores momentos. Me consolaste cuando me rompieron el corazón, me escribiste cartas y guardaste las mías. Me enseñaste a rezar de rodillas, a querer a mi Madre del Cielo y que la vida, sin Dios, no es vida. Me enseñaste, junto al abuelo, que el amor es una decisión de cada día y que el amor es infinito. Me enseñaste a ser responsable con los gastos, a ahorrar, a disfrutar de mis tareas. Me enseñaste a entregarme a los demás sin esperar nada a cambio, a compartir. Me enseñaste a ser fuerte, a emigrar con valentía.

Me enseñaste a ensanchar el corazón, me enseñaste humildad, mansedumbre, templanza, fidelidad, entrega total y absoluta. Me enseñaste a ser puntual, responsable y a dar las gracias. Me enseñaste a aceptar mis errores y pedir perdón.

Me enseñaste a transformar una casa en un hogar, a aceptar lo que trae la vida con agradecimiento y una sonrisa. Me enseñaste a perdonar, a no tener excusas para la vida. Nos enseñaste a amar, abuela. Y que Dios nos da la vida para servir a otros.

Ella es mi abuela: esposa fiel, madre amorosa, abuela dulce y tierna, mujer fuerte, inteligente, luchadora y piadosa. La que con un abrazo te curaba la tristeza y el miedo, la que con una sonrisa te quitaba el enfado, esos ojos azules… Esa que te hacía sentir grande, querida y especial. Esa que llenaba de luz la habitación con su presencia. Esa luz que nunca se apagará.

Gracias, abuela. ¡Gracias!

Cuídanos a todos, estaremos aquí tratando hacerte sentir orgullosa y continuar lo que tú nos dejaste.

Nos vemos en el Cielo.

Te quiero con mi alma, que es la que nunca muere. Tu nieta.

Marta Martín

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