Reloj de arena

Miguel Caiceo: Doña Paca y la eternidad

Dejó Sevilla para probar suerte en Madrid como artista y el éxito le llegó con una frase: «Sólo tengo ganas de morirme»

Miguel Caiceo

Félix Machuca

Ni la Vaporeta, ni la Thermomix, ni el robot Rumba. Con Doña Paca no ha podido ni la línea blanca del hogar, ni el nuevo servicio doméstico que vino con la emigración. Doña Paca no es superwoman y siempre tiene ganas de morirse. Pero sigue ahí: con su pañuelito en la cabeza, el babi de doméstica y un plumero para que se le vea las intenciones de que vino hace mucho tiempo para quedarse como un personaje camino de la eternidad. A Miguel Caiceo le dijo Gila que Doña Paca le acompañaría durante toda su vida. Y Tony Leblanc , en una visita a camerinos en un teatro de Madrid, le confesó al niño de la calle Santa Clara que lo tenía todo para triunfar y que solo le faltaba que le sonara la flauta. ¿La flauta? ¿Acaso Caiceo era Hamelín? La flauta, en el argot de los cómicos de la legua, es la suerte. Y la suerte, miren por dónde, se llamaba Doña Paca . En Bilbao o en Lérida. En Badajoz o en Burgos. Allá por donde pasa esa sonrisa sobre piernas que es Caiceo la gente le pregunta no por él, sino por Doña Paca. Que nació con tanto apetito que parece que se comió a su creador. Aunque hay banquetes que uno paga con sumo gusto.

Cuando Miguel Caiceo nació en Sevilla, por las calles había tranvías, grises muy serios, arenques aplastados en tambores de madera de los coloniales y más hambre que en los primeros días de la dieta de la alcachofa. También había calle, mucha calle, para que los niños jugaran sin temor, al toro o a la pelota, y dejarse en el labio una marca indeleble como se hizo nuestro protagonista jugando en un banco de la recientemente desertizada plaza de San Lorenzo. Miguel veía las películas de un ruiseñor llamado Joselito y de Marisol rumbo a Río. Y no engañó jamás a nadie sobre el rumbo que él quería marcarle a su vida: papa, yo quiero ser artista. Y estudió en la Escuela de Arte Dramático, para que José María de Mena y Sebastián Blanch le enseñaran a declamar, lo alimentaran con poesía y conociera a los clásicos. Pero con eso no bastaba. La fábrica de artistas estaba en Madrid. Y con veinte años cogió la maleta, las tres cosas que tenía y se montó en un tren que gastaba más de nueve horas para llegar hasta Atocha.

Un camino obligado si querías ser lo que te camelaban tus sueños. En Madrid no conocía ni a la Cibeles. Pero el niño Miguel, ojos claros y jechuras juncales, cambiaba simpatía por oportunidades. Las pasó un poco mejor que Papillon en el penal de la Guyana. Más de un día su estómago se tuvo que conformar con un calentito de los de allí, sin la gracia de los que hacía Juana la del Postigo ; más de una noche se tapó con las sabanas de estrellas que alumbraban el banquito de la plaza de Santa Ana; y no pocos días compartió habitación en una pensión galdosiana como aquella de Doña Virginia en la calle madrileña del Olivo. De bocadillos de calamares llenó la muleta para torear al morlaco de la necesidad. Pero de todo se sale menos de un cuatro a cero en tu campo. Y Miguel, gracias al humorista Eloy Arenas , pudo acceder al teatro Español para trabajar de extra. Y así hasta que un compañero se puso malo, el regidor preguntó si alguien se sabía el papel del enfermo y allí estaba Miguel…

Se acabaron los calentitos sin ángel, los madrugones al raso y las pensiones galdosianas. Y trabajó con Fernando Fernán Gómez , con José Bódalo , con Esperanza Roig y con el dios Rodero . Rodero le ponderó su descaro ante el público y le dijo que nunca lo perdiera, que ese descaro mirando al público para ver si gustaba, era un cheque al portador. Hizo algún «Estudio 1» con Pilar Miró de realizadora en una tele sin colores pero llena de matices. La televisión y Doña Paca lo elevaron a fenómeno social. Y la frase de la doméstica «solo tengo ganas de morirme» se convirtió en un estribillo popular que expresaba con comicidad castiza lo jartito que puede estar uno cuando las cosas se empeñan en no ser cien por cien amables. El papá quiero ser artista aún alimenta sus sueños. Porque del proscenio se ha pasado al caballete para darle a la letra de sus libretos los colores de la pintura. Carteles, paisajes, personajes acuden con la puntualidad de su incansable actividad a cumplir con los encargos. Sigue haciendo teatro, la televisión lo aguarda y las causas solidarias lo reclaman. Una vez, Paco Gandía , tras coincidir con Miguel en varios días del club, le dijo: niño, qué ganas tengo de verte cobrando… El artista continúa su camino, de la mano de Doña Paca, con tanta fuerza que pareciera que ambos quieren sobrevivir a la eternidad….

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