Reloj de Arena

Julio Manuel de la Rosa. No quedan días de verano

A mitad de agosto, amigos y escritores de su círculo se dieron cita en el bar de Andrés, en Sanlúcar, para recordarlo

El escritor Julio Manuel de la Rosa, fallecido hace unos meses Rocío Ruz
Felix Machuca

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He visto el velador desvelado, sin sueño de manzanilla, ni tinta de periódico nadando en el deshielo de un vaso de whisky a la roca. He visto ese velador con el aura de su ausencia, quizás reclamando a aquel escritor de palabra medida, andares cansinos y lector infatigable que siempre lamentó no haber llegado cinco minutos antes a comprar su apartamento en Los Infantes, con vistas a Doñana. Doñana. El paraíso perdido. El santuario soñado. El alba de Laffón. Las noches de sus estrellas. La amenaza exterminadora del gas. Ese mundo mágico, literario, de furtivos y linces, que hizo suyo un buen amigo de letras: Caballero Bonald . Ese velador del mesón El Pescador, frente al hotel Guadalquivir, clama por su reconocimiento, por convertirse, como los números de las camisetas de algunos dioses deportivos, en únicos y exclusivos, intraspasables. Ese velador ha pasado el primer verano sin él. Sin su mazo de periódicos sobre la formica gastada. Sin el ojeo de su mirada tan ajeno a la sorpresa. Como un faro sin luces para avisar a navegantes extraviados que allí, en ese velador, se sentaba la bonanza civil de un escritor con un territorio único y particular, Etruria, como García Márquez tuvo Macondo y William Faulkner su condado mítico de Yoknapatawpha. Ya no quedan días de verano, cantaba Amaral. El viento de poniente se los llevó…

A mitad de agosto, amigos y escritores de su círculo, se dieron cita en el bar de Andrés para recordarlo. Era el primer verano sin Julio en Sanlúcar. Tiempo para rememorar. Tiempo para rescatar del olvido al que se fue con la brevedad del mes de febrero. Para actualizar, quizás, aquel viaje hasta Cádiz con Fernando Quiñones que, sabiendo que iban austeros de cartera, les prometió comer de la magia de su empatía. Julio, Emilio Durán, Quiñones y algún otro más se encajaron en el Club Militar donde, comer, comieron; pagar, pagaron. Pero tuvieron el alto honor de firmar en el libro de honor. Las letras siempre dieron más mendrugos que pan llevar. Tampoco me dejo vencer por la incertidumbre de que, en esa reunión de recuerdos, no saliera a flote aquella invitación de la Duquesa Roja , para que fueran a comer a Palacio. No sé el motivo por el que la señora de Medina Sidonia se acordó de Caballero Bonald y de Julio Manuel de la Rosa . Pero lo hizo y los sentó a su mesa. Imaginen el derroche de platería en los cubiertos, el hilo de Holanda en los manteles, la loza de la Cartuja o de la compañía de las Indias Occidentales. Y esa servidumbre reglamentariamente vestida de negro y cofia blanca. Llega el primer plato y los invitados se miran en silencio: lentejas. Llega el segundo plato. Y los invitados continúan mirándose en silencio con alguna descarga eléctrica frunciéndole los labios: más lentejas. Nunca se supo a qué vino la gracia de la señora. Al menos, el escritor José Antonio Ramírez Lozano tampoco me lo supo explicar. Con lo bien que hubiera quedado una tortillita española en un menú tan reincidente…

Culto, silencioso y soberbio para no pedir nada, muchos de los que ahora juntamos letras en los periódicos sevillanos, pasamos por sus clases para descubrir la narrativa americana Norman Mailer y el periodismo de Truman Capote . Les aseguro que no es en absoluto responsable de los rebuznos del sector que con ínfulas del Pulitzer solemos dar a diario. De aquellos años elementales pero desbordantes de proyectos, el escritor solía alentarnos con algunas frases de Benet o de Faulkner, como la que nos aconsejaba tener sueños bastantes grandes para no perderlos de vista mientras los perseguíamos. Le encantaban las películas de la segunda guerra mundial, pormenorizar anécdotas de Clay en su combate en Kinshasa y asombrarse de la capacidad gravitatoria de Caballero Bonald para no perder la verticalidad con la manzanilla sanluqueña. Practicó boxeo de joven. Quizás empujado más por la literatura de un deporte individual y agónico que por la vanidad de tallar un cuerpo como el de aquel marino de los puños de oro. Un día faltó a sus principios. Y Julio sacó su izquierda, fuerte y al mentón, para dejar sobre la dura lona de la calle a un escritor local que le cortó la digestión con la leche agria de algún comentario. Digamos grosso modo que aquel combate lo ganó a lo Tysson. Para perder el que nadie es capaz de ganar para eternizarse. No quedan días de verano. Y el velador de Julio sigue desvelado esperando al hombre que leía los periódicos sin empezar por las esquelas…

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