Sevilla

Manuel Melado: la costa de los jazmines

Aquella costa de jazmines y de las damas de noche no tenía ni banderas verdes ni rojas. Ni mareas ni oleajes

Archivo Manolo Melado

Félix Machuca

Fue quizás la playa más cinematográfica y concurrida por muchos sevillanos durante años. Los años difíciles y empinados del pan con aceite verde para la merienda y el puchero con hierbabuena para entonarse. Fue aquella playa una costa de jazmines y damas de noches, con albero en vez de arena , con el pescao frito en los veladores, con lagartijas cazando polillas en las pantallas y con Gary Cooper que aún no estaba en los cielos, solo ante el peligro. Por mucho menos que por un puñado de dólares viajabas con Sean Connery a los paraísos inalcanzables de Bahamas con la contraseña 007; te topabas con El bueno, el feo y el malo en la selecta nevería del local; y veías una de romanos con despistados relojes en algunas muñecas de los legionarios mientras el imperio se tambaleaba en su lucha contra los bárbaros. Aquella costa de los jazmines y de las damas de noche no tenía ni banderas verdes ni rojas. Ni mareas ni oleajes. Quizás alguna que otra resaca a la que te arrastraba la ría de cerveza de una noche de verano. Era la costa de los cines en la que Sevilla esperaba para irse a Chipiona o para quedarse en barbecho porque no alcanzaba para Matalascañas.

Manolo Melado , que goza de atalaya veraniega en la Antilla desde los años ochenta, frecuentó en su juventud aquellas playas familiares pero muy cinematográficas, donde a la luna se le veía el ombligo y a Sofía Loren se le intuía el deseo en aquellos labios carnosos, deseables y febriles de Los Girasoles. El autor y compositor de sevillanas tan celebradas como «Quiero cruzar la bahía», «Mírala cara a cara» o «El Cristo de los Gitanos», fue un incondicional de aquellas costas donde se nadaba en la salada claridad de la juventud. Melado echa la vista atrás y mira aquel tiempo entre la nostalgia y la felicidad. Tiempos de escasez pero donde abundaba la risa y el salero jamás se quedó vacío para aliñar una fuente de tomates ni una buena ocurrencia. Como la que vivió en el cine Campoamor, en la carretera Carmona, en pleno mes de octubre, dos pases por sesión, donde se rifaba una manta con el número de la entrada. Al cine la guasa popular lo bautizó como «el santuario no se rinde», por lo fuera de temporada que cerraba. O aquel grito aterrador que sonó en mitad de la película Belinda y la gente creyó que la muda, al fin, hablaba. La que gritó fue una espectadora por culpa de una rata que le pasó por los pies.

Eran veranos aquellos de sentarse con la silla en las puertas de las casas a ver pasar el fresco. Si pasaba. Recuerda Manolo, con ese talento natural y popular que lo mismo lo inspira para escribir «ay Cristo de los calé/cómo te brillan los ojos/ cuando te dicen Manué», que una feliz ocurrencia de las que marcan un día en la que el fresco no era del abanico. Era de la Esmeralda que aseguraba venir del médico donde le sacaron sangre. ¿Y te encontraron la vena, Alfonso? La Esmeralda, que brillaba en situaciones similares como su nombre, le respondió: «Y me la han sacado con un serpentín…» La que le pasó en la Plaza de los Carros con Enrique el Cojo, el sastre Salvador Caballo y un chiquito del orgullo del arco iris no es reproducible. Pero déjenme que me ría solo. En aquellos cines de verano la gente vivía, reía, lloraba, dormía y hasta se inventaba la forma de entrar sin pasar por ventanilla. En eso Manolo fue un pionero. Porque con harina y agua, engrudo más potente que el loctite, pegaba las entradas que el acomodador rompía y tiraba al suelo. Así vio Melado más películas que el productor de la Paramount. Aquella costa era larga y con calas de visita obligada.

La ruta de los cines comenzaba con el San Julián (llamado canuto por lo estrecho que era), el terraza Victoria, el Capuchino, el cine Andalucía, frente a Baturones, donde se disfrutaban de los tanques de la paz, unos vasos de cervezas tan grandes como un alemán. Al lado de Baturones estaba el cine Trinidad y la hoja de ruta terminaba en el Campoamor. Melado, de tanto cine como vio, quiso ser artista. Y fue bailarín, «cantaó» en el programa de radio «Conozca usted a su vecino» , vocalista ye-ye, peluquero de lujo y un insuperable autor y compositor de letras. Hizo sus pinitos en la radio y la televisión.

Una vez, en Giralda TV, en Rozando el palo, invitó a su amigo Gandía para que comentara cosas del deporte local. Melado dejó su Motorola, un ladrillo que solo justificaba una burbuja inmobiliaria, encima de la mesita del plató. Gandía lo vio y le dijo en directo: Manolo, ¿eso es un teléfono o el ataúd del Nano de Jerez?

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