hoja roja

Mucho ruido y pocas nueces

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Hay veces en las que, desde Santa Catalina, se ve algo más que la puesta del Sol. Porque, aunque el crepúsculo ya es en sí mismo un espectáculo, tiene su morbo imaginarlo convertido en el crepúsculo de los dioses, la magnífica película de Billy Wilder que bien podría haber iniciado el ciclo de Cine en Familia este año - «Todo era muy raro, pero vería cosas aún más raras», decía el protagonista-. El mismo morbo mezclado con fascinación que nos sigue produciendo ver cómo la pleamar se lleva por delante los castillos que construyen con afán los niños en la arena; ver cómo poco a poco el agua se va acercando, cómo primero lo empuja con un sólo toque, cómo luego lo rodea, cómo va comiendo sus murallas hasta que zás!! a tomar viento el castillo. El castillo, la toalla de la guiri que aún no se ha enterado de que aquí las mareas suben y bajan a veces con demasiada intensidad, las chanclas de los que estrenan horario de tarde sin la mirada ya de sus padres como sombrilla. y uno, viendo las olas venir, viendo el desastre venir, viendo el pequeño tsunami de cada día, sin poderlo o sin quererlo evitar.

Es lo que tiene haber visto muchísimas veces 'Quo Vadis?', que ya se sabe de memoria que después de tanta megalomanía, de los caballos, los bailes y las jarras de vino, después de tanta opulencia y de tanta ostentación -con maqueta de PGOU de Roma, incluida- viene Peter Ustinov tocando la lira, le mete un cerillo a aquello y zás! con el castillo de arena de los niños. Algo que se veía venir desde el principio de la película porque si para algo nos sirvieron aquellos rudimentos de química orgánica que dábamos en BUP fue para comprender a la primera el concepto de saturación.

Acuérdese, según los principios de la ciencia, la saturación es el punto en el que la solución de una sustancia no admite más cantidad de esa misma sustancia poniendo en riesgo la primitiva solución y convirtiéndola en un precipitado. Que traducido resulta mucho más sencillo, la vida misma en tres pasos, a saber: solución, saturación, precipitado.

Al verano gaditano se le administró hace mucho una solución de acción rápida, que mejoró de inmediato su estado de salud. Una medicación cuyos efectos secundarios, sin embargo, han sido demoledores. Durante años, el verano gaditano ha soportado dosis industriales de ruido, mucho y molesto ruido de diversa procedencia, de Carnaval -casi una década de absurdo Carnaval de verano con ridículos remedos de carrusel de coros y bares cerrados-, de conciertos -a veces hasta contraprogramándose ambos castillos-, de teatro, de flamenco en los sitios más insospechados -una vez, en el balcón de la vecina de mi madre, en un lugar que no diré, pero que les puedo asegurar que es lo menos flamenco de Cádiz-, de noche blancas, de aviones en la playa, de barbacoas de Guiness, de cine en familia o en la arena. de todo lo que usted se pueda imaginar. Que no nos falte de ná.

Así llegó la saturación. Y con ella, el hartazgo, la crítica, la queja vecinal -qué bien que todavía haya vecinos que no han perdido las esperanzas-, la desidia del público, el desinterés. «Los espectáculos hay que dosificarlos porque no hay público para tanto. Existía una saturación y nos hemos adaptado a esta nueva situación», dijo el concejal de Fiestas para explicar que el Carnaval de verano pasaba a mejor vida después de denodados esfuerzos por mantenerlo aunque fuese conectado a un respirador, aunque fuese enviándolo al Paseo Marítimo, aunque fuese apoyándose en las ilegales. Zás! con el castillo de arena, y con la Roma de Nerón también.

Porque el tercer paso, no lo olvide, es la precipitación. Y precipitada, sin duda, resulta la programación de este verano que se resiste a serlo. Mucho teatro de aficionados, cine en familia cortito, conciertitos en los patios de las iglesias, nada de coros, nada de martes de Carnaval, nada de aviones. y para rematar unas barbacoas que se desangran en la orilla misma de la playa que las vio nacer. Barbacoas sin barbacoa, trofeo sin trofeo, parece que ahora sí que nos hemos cargado la fiesta más chabacana de las últimas décadas. Por saturación también.

El verano gaditano ya no es lo que era. Nos tragamos el cuento que nos contaron y nos creímos que el rey Midas haría turismo por aquí. Pero no. Somos lo que somos, un pueblo -más o menos grande- que alguna vez tuvo delirios pseudomarbellíes. En fin. Nunca es tarde si la dicha es buena, y parece que la dicha -y el sentido común- nos da una segunda oportunidad.

Por fin a alguien con un cerebro de un tamaño algo mayor que una nuez se le ha encendido la bombilla. Porque lo que no era normal es que pretendiendo vivir de nuestro pasado fenicio y teniendo en el Museo a los dos sarcófagos púnicos más importantes de Europa, nos dedicásemos a enseñar a los turistas al pobre Valentín -Mattan para sus amigos- y a inventar su historia, sin contar con la fábrica de salazones que a escasos metros del Cómico regenta la Junta y sin decir ni pío de los sarcófagos. Como si la historia se guardase en compartimentos estancos totalmente herméticos e impermeables a la acción de las administraciones.

Me alegro de la iniciativa de la ruta Gadir-Gades que este fin de semana ponía en marcha el Ayuntamiento, una visita conjunta por el yacimiento del Cómico, la fábrica de salazones y el Museo de Cádiz. Aunque se hayan programado sólo nueve visitas. Debe ser que están huyendo de la saturación. Pero que tengan cuidado, porque una solución demasiado líquida, siempre deja churretes.