Tribuna

De poca fe

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Saben ustedes que si hay algo que me gusta más que el rigor estadista de Antonio de María y sus preciosos y precisos porcentajes, «el 50% de los restaurantes ha vendido lo mismo que el año pasado y el otro 50% ha vendido más», son las encuestas. Porque es de las encuestas de donde siempre salen las estadísticas más disparatadas con las que luego se redactan esos informes tan clarificadores con los que nadie se siente identificado pero que sientan las bases del mundo en el que vivimos. Encuestas hay para todos los gustos, de gasto eléctrico, de intención de voto, de nivel de estudios, de satisfacción sexual, de consumo de farináceos, y lo más marciano de todo es que el resultado de la encuesta siempre se hace dogma de fe. Tanto que de las encuestas depende, al final, la opinión pública. Verán. Según el último sondeo sobre realidad social realizada por el Centro de Estudios Andaluces, un 90% de la población andaluza considera «que la justicia no trata a todas las personas con equidad», tampoco creen que sea eficaz ni eficiente (algo a tener en cuenta, pues eficacia y eficiencia son dos términos de esos que se ponen de moda y que nadie sabe bien qué quieren decir), que no actúa con rapidez y que, en contra de lo que pudiera parecer, no es independiente de la política. Pues a buenas horas, mangas verdes. Menos mal que lo ha dicho la encuesta, que si no andaríamos por ahí como almas cándidas y crédulas pensando que la justicia es uno de los pilares de la sociedad.

Que somos unos descreídos es la realidad. Que no nos creemos nada, hablando claro. Primero dejamos de creer en los políticos (con motivos más que sobrados), luego dejamos de creer en la política (hecha por políticos nefastos de los que decía Sender) y ahora ya no creemos en la justicia ni en los jueces, que resulta el estamento peor valorado dentro de la administración pública, lo que no deja de tener su gracia si tenemos en cuenta que los funcionarios más valorados, según el informe, son los trabajadores sociales. Será el ritmo de los tiempos. Porque una sociedad que confía más en los servicios sociales, en la asistencia que en la justicia es una sociedad que ha perdido la batalla, que ha perdido la fe en sí misma. Y con esos mimbres pocos canastos se pueden hacer, la verdad. La pregunta es retórica, quién va a creer en una justicia como la nuestra.

Vivimos en el tiempo de los descreídos, no de los incrédulos. Porque a diferencia de estos, alguna vez tuvimos fe en la sociedad, en los poderes públicos, en la justicia, pero la hemos perdido. Se nos rompió la fe, podríamos cantar, de tanto usarla. De tanto confiar en las personas equivocadas, de tanto poner al frente de las instituciones a quienes no lo merecen, de tanto dejarnos engañar por el primero que viniera tocando la flauta con una melodía que sonara a nuevo. Y se acabó. Hace mucho que nadie (no hace falta que venga una encuesta a decírnoslo) se fía de lo que escucha ni de lo que lee, ni siquiera de lo que dice. Sordos, ciegos y mudos nos hemos vuelto. Tal vez como mecanismo de supervivencia o tal vez porque hemos aprendido aquello de que a palabras necias, lo mejor es hacer oídos sordos. Es una de las normas básicas de convivencia en el país de los disparates. Salen los responsables de Aemet (una empresa que pagamos entre ustedes y yo) y dicen que para Semana Santa se esperan «la mitad de los días de lluvia y la mitad sin lluvia», como lo de Antonio de María, «con unas temperaturas normales para ese tiempo». Y dicen ustedes, pues qué bien, qué gasto de dinero público para decir las mismas tonterías que mi prima Carmeluchi. Salen los hermanos mayores de las cofradías del lunes santo (nunca pensé que Ondacofrade también tuviese una versión Deluxe, pero la tiene, que yo la he visto) y discuten con intensidad y vehemencia sobre lo conveniente o no de que Prendimiento salga la tercera, porque los niños penitentes no aguantan mucho tiempo en la calle, sobre lo interesante que resultan para la fe los estrenos procesionales y sobre la caridad entendida como Plácido. Y dicen ustedes, pues qué bien, qué gasto de dinero público para decir las mismas tonterías que mi prima Carmeluchi. Sale el presidente del Gobierno y dice que se vio obligado a subir el IVA para pagar alguna letra de la deuda de Zapatero y ustedes (y yo) dicen como el Vera «la culpa es de Zapatero». E insisten, pues qué bien, qué gasto de dinero público para decir las mismas tonterías que mi prima Carmeluchi. Y seguimos mirando para otro lado, tan frescos, como si esto no fuera con nosotros. Es el peaje que hemos convenido pagar para pasar de largo, sin levantar demasiado polvo en el camino.

Por eso en la 'Gran Gymkhana del 12' de ayer sólo había chiquillería dando vueltas por la calle, con un kilo de comida como único equipaje. Porque en el mundo de los descreídos conviene llevar siempre encima el salvoconducto de la caridad mal entendida.

Al fin y el cabo, ya lo dicen las encuestas, en el mundo de los descreídos vale más la asistencia social que la justicia. Y así nos va.