CAMPO DE MINAS

Sobre la seducción

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Ojos de un azul lánguido, ojos oscuros y aterciopelados de largas y rizadas pestañas, ojos caleidoscópicos pasan ante nosotros a diario lanzándonos miradas abisales, en las inmediaciones de una pasión que nace. Miradas que presagian una vida excitante y voluptuosa, miradas escondidas, pudibundas, furtivas, o tentadoras y centelleantes, como provistas de un fuego sagrado, en las que podríamos gozosamente abismarnos sin pensarlo dos veces. «Su mirada proviene de países a los que nunca iré», escribe Gamoneda ('Arden las pérdidas'). Y, en efecto, la seducción habita en la mirada, aunque, no lo olvidemos, la conquista se debe a las palabras. Rousseau, cuya primera amante, Françoise-Louise de La Tour, baronesa de Warens, le llevaba once años de ventaja, así lo constató. Según nos cuenta en sus 'Ensoñaciones', no había día en que no recordase con alegría y ternura, medio siglo después, aquella breve época junto a 'madame' de Warens en que «je fus moi pleinement, sans mélange, et sans obstacle, et où je puis véritablement dire avoir vécu».

Pero ¿qué es seducir?: a menudo, engañar; rara vez atraer o interesar. Los casanovas más presuntuosos aseguran que basta un par de horas a solas con una mujer, sea ésta de naturaleza timorata o disoluta, para seducirla. Acaso paródicamente, la sensibilidad tardorromántica de un filósofo tan obsesivo como Kierkegaard lleva esta pretensión al extremo: la verdadera conquista -dice Johannes, el protagonista de 'Diario de un seductor', en su anotación del 25 de septiembre- radica en el hecho mismo de la seducción, que solo cobra sentido al abandonar a la mujer tan pronto ha sido seducida: «¿Por qué no había de durar infinitamente una noche como ésta? Ahora, ya ha pasado todo; no deseo volver a verla nunca más (.). El amor es hermoso solo mientras duran el contraste y el deseo; después, todo es debilidad y costumbre». Johannes no goza pues de la posesión, sino de la representación estética de la conquista: «Un Don Juan seduce a las muchachas y después las abandona, pero no es el abandono lo que le satisface, sino la seducción; no se puede afirmar, por tanto, que ésta sea de una crueldad absoluta», dice. Y es un hecho: encender la conciencia -y el cuerpo, que se oxida- de una mujer benévola, prender su alma como una vara de fósforo es el reto moral del seductor. Pero el reto del hombre, sin mayúsculas, es preservar su llama para que ilumine, con sus ojos fosfóricos, la cegadora soledad de los días.