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LA CALLE O LA CASA

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Elegir siempre es escoger, pero se dificulta cuando las opciones no gustan por igual. Si hubiera una estupenda y otra desdeñable, lo tendríamos más claro. Sabemos que con la razón no se va a ninguna parte, pero no sabemos quiénes la llevan y la traen hasta marearla.

Ignoro cuando escribo estas desconcertadas palabras quiénes han sido los ganadores estadísticos de la manifestación. Ojalá no hayan perdido los que recorrieron las calles ni los que se quedaron en sus casas, bien por convencimiento, bien por cautela. En mi insignificante caso, el lío es mayúsculo: todos los días de mi larga vida he deseado no tener nada que hacer, pero no he tenido ni uno sólo en el que no tuviera que hacer algo. Me gusta mucho la calle y me gusta mucho volver a la casa y cuando estoy en la casa no me gusta salir a la calle.

Todos los males del ser humano provienen de no saber quedarse en su habitación, dijo Pascal. Y como lo dijo Blas, punto redondo. No es cierto. Hay desdichas que provienen de quedarse entre cuatro paredes, aunque tengan ventanas. No digamos si se cae en la horrible tentación de comprarse unas zapatillas a cuadros, ver programas conducidos por evidentes mariconzones y alimentarse con sopas concentradas. Hay que salir y hay que entrar. A cierta edad lo peor es estarse quieto, que ya tendremos tiempo para eso, cuando ya no tengamos «difíciles los pensamientos», ni imposibles las piernas.

No hay que aconsejar a nadie, salvo que haga lo que piense que le dicta su conciencia, aunque su voz sea poco audible. Quizá haya que incluir entre los derechos humanos el de equivocarse, pero no es legítimo el de equivocar a los demás. La elección verdaderamente dificultosa es la de aquellos que no tienen casa y temen salir a la calle porque pueden pisarle sus derechos.