Opinion

Duelo colectivo

El vuelo JK5022 de la compañía Spanair forma parte ya de la historia más dramática de la navegación aérea internacional y de la memoria del dolor compartido por la ciudadanía española, que asiste sobrecogida a las terribles consecuencias del accidente registrado ayer en el aeropuerto de Barajas. Las 146 víctimas mortales confirmadas con una agónica cadencia y los milagrosos 27 supervivientes ofrecen el testimonio más estremecedor de la magnitud de la tragedia sufrida por el avión que se aprestaba a trasladar a 164 pasajeros -entre ellos, dos bebés- y a los nueve miembros de su tripulación desde Madrid a la placidez estival de Gran Canaria. Conmueve profundamente tratar de imaginar el pánico que tuvo que invadir a los viajeros cuando percibieron, con la fatalidad de las desgracias irreversibles, que el avión se precipitaba al vacío tras incendiarse supuestamente su motor izquierdo. Los amasijos del aparato atraparon sin remedio las expectativas vitales de todas y cada una de las víctimas y de familias enteras, provocando un desgarro que se extendió en círculos concéntricos a los equipos de emergencia afanados en salvar a los heridos en el gigantesco tanatorio en que se transformó el fuselaje; a los facultativos y psicólogos obligados a sobreponerse a un trance tan desgarrador; a los directivos y trabajadores de la aerolínea siniestrada; a los miles de pasajeros -entre ellos, los propios allegados de los fallecidos- que ayer debían embarcar en algún vuelo en cualquier punto del país, muchos de los cuales sintieron más agudamente, a buen seguro, la punzada del miedo; a la ciudadanía madrileña, forzada a rememorar el escalofrío que ya la sacudió el 11-M.

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El país entero se conmocionó con un desastre que se emparenta en su peor dimensión con los accidentes acaecidos en el aeropuerto tinerfeño de Los Rodeos y en el vizcaíno monte Oiz, en unos años en los que el transporte aéreo aún no se había popularizado como ahora. La utilización creciente del avión ha propiciado que millones de personas puedan empatizar con las víctimas de la tragedia, que volverá a sembrar inquietud en torno a un medio que ofrece una más que notable seguridad pero cuya siniestralidad, en muchos casos difícilmente evitable, comporta consecuencias tan graves que obligan a un continuado perfeccionamiento tecnológico de las aeronaves y a rigurosos controles de mantenimiento. El pavoroso número de fallecidos ha convertido en objetivo principal la difícil y compleja gestión que conlleva una catástrofe como la presente. Lo que implica la máxima delicadeza y profesionalidad en la dolorosa identificación de los cuerpos, el máximo desvelo hacia los heridos -algunos de los cuales luchaban por sobrevivir al cierre de esta edición- y la garantía de que todos los familiares recibirán no sólo amparo material y asistencia psicológica, sino el calor humano de la solidaridad institucional y ciudadana. Pero aun cuando eso sea lo prioritario en estos momentos de pesadumbre colectiva, el respeto hacia los damnificados y el compromiso para con sus deudos exigen una respuesta lo más diligente posible, una vez que se han recuperado las cajas negras, sobre las causas que motivaron el desplome del avión a apenas un kilómetro de la Terminal 4, a fin de despejar sin asomo de duda los interrogantes que aún rodean el siniestro.

Las averiguaciones judiciales emprendidas, así como las que desarrollen la Comisión de Investigación de Accidentes dependiente de Fomento, la compañía aérea y los técnicos desplazados desde EE UU -el avión, un McDonnell Douglas, es de fabricación norteamericana-, deberán esclarecer lo que ocurrió en toda la secuencia desde que el aparato trató de despegar por primera vez hasta que se estrelló fatalmente. Ni las explicaciones ofrecidas por la dirección de Spanair, que aseguró que la aeronave, de 15 años de antigüedad, había superado la revisión anual realizada el 24 de enero, ni la comparecencia urgente de la ministra Magdalena Álvarez permitieron responder a las principales preguntas que anoche aún suscitaba el siniestro. Esto es, qué motivó exactamente que el vuelo viera retrasada su partida durante más de una hora por una revisión en pista y cuál fue el detonante de la catástrofe una vez que el piloto, con el visto bueno de los técnicos, optó por despegar sin que el avión lograra subir por encima de los 70 metros. La determinación de las causas del desastre, la descripción precisa de las circunstancias en que se acabó produciendo y la información veraz sobre las condiciones del aparato constituyen exigencias inexcusables no sólo por requerimiento legal y por la necesidad de resarcir el sufrimiento de los supervivientes y las familias de las víctimas. También porque únicamente la pericia en las investigaciones y la transparencia de las mismas ayudarán a recobrar la confianza en la seguridad área que se quiebra cada vez que ocurre una desgracia tan aterradora como la que ayer anudó las lágrimas a la garganta de todo el país.