Editorial

Respetar la convivencia

La jornada de Fiesta Nacional celebrada ayer se desarrolló con una normalidad democrática que demostró la elogiable capacidad de la ciudadanía para sobreponerse a la diatriba política, que había convertido la conmemoración de este año en un inusual motivo de inquietud. No deja de ser significativo que los incidentes más serios y excepcionales se registraran en San Sebastián, donde la izquierda abertzale volvió a protagonizar unos desórdenes callejeros tan graves como intolerables con la pretendida excusa, esta vez, de protestar contra una manifestación de Falange. Esos incidentes representan crudamente adónde pueden conducir la intolerancia y el fanatismo extremos, lo que debería disuadir a quienes, desde posicionamientos ideológicos radicalmente incompatibles, parecen tentados a despertar de modo frívolo los sentimientos más intransigentes bajo la defensa interesada de los símbolos. La serenidad con que los ciudadanos disfrutaron ayer del día festivo, bien reivindicando su valor como proyección de la propia identidad, bien asumiéndolo como una jornada para la convivencia, se contrapuso al ruido de la disputa partidaria que amenazaba con arruinar la celebración. Por ello resultan aún más chirriantes los abucheos recibidos por el presidente Rodríguez Zapatero a lo largo del desfile militar organizado en Madrid; un gesto de desprecio que no por haberse repetido en los últimos tres años deja de descalificar a quienes optaron por tan reprobable comportamiento en un acto institucional que, por añadidura, presidía el Rey.

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La afirmación de Rodríguez Zapatero de que la democracia española no sufre «ni siquiera un resfriado» refleja una disposición a relativizar las tensiones desestabilizadoras que han aflorado en la opinión pública en las últimas semanas, vinculadas de forma singular al cuestionamiento del papel de la Monarquía. Ese mensaje apaciguador puede conectar con el sentir mayoritario de los ciudadanos que no perciben ni su identidad ni la representación simbólica de ésta como hechos excluyentes. Pero no obvia la responsabilidad en que han incurrido los partidos en la exacerbación de un debate que, de proseguir, puede alimentar peligrosamente las actitudes disgregadoras y dogmáticas confinadas hoy en los márgenes del sistema. Si el Gobierno debería evaluar críticamente su gestión del proyecto de Ley de Memoria Histórica, el PP ha de calibrar si los potenciales réditos que pueda reportarle su expresa reivindicación del sentimiento patriótico compensa los riesgos de trasladar la pugna política al terreno siempre delicado y subjetivo de los símbolos; de igual modo que es exigible que las fuerzas nacionalistas renuncien a contraponer, y a imponer, su interpretación de la identidad a quienes no la comparten o la perciben de modo diferente. La imprescindible recuperación de una actitud responsable evitará incendios difíciles luego de sofocar.