Tribuna

Caleta beach

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No por sorprendente deja de tener su punto que la Caleta esté entre las playas más valoradas de España, junto a Maspalomas y por encima de las de Monsul y la Concha, sobre todo porque durante muchos, muchos años, incluso para los propios gaditanos la Caleta era una playa de segunda B, de ollas de menudo, de bingueras chillonas, de aguas oscuras y arenas llenas de basura a la que se miraba por encima del hombro y a la que sólo se recurría para aquello de la inspiración y de las comparsas. La playa era la playa, la grande, la amplia, desde Santa María a Cortadura, donde era imposible el cuerpo a cuerpo ni siquiera en domingo, donde el oleaje limpiaba las mareas y donde los niños jugaban a las palas y no a hacer el bestia en la laja. Pero como el mundo gira -y no siempre en el mismo sentido-resulta que lo que hasta hace muy poco era una playa de barrio, una playa viñera sin apenas servicios, sin más vigilancia que el propio cuidado de los vecinos, nuestro patito más feo, se ha convertido en un hermoso cisne y en una de las mejores playas del litoral con bandera azul, para asombro más de propios, que no valoramos lo que tenemos, que de extraños.

Nada es para siempre, es cierto, pero tengo la impresión de que cada vez nos parecemos más a Pelayo Quintero, aquel arqueólogo que descubrió el sarcófago antropoide masculino y se pasó el resto de su vida buscando a «la dama de Cádiz» convencido de que se hallaba muy cerca, pero sin llegar a encontrarla. Murió sin saber que dormía cada noche sobre ella, que bajo los cimientos de su casa se escondía el otro sarcófago antropoide. Así estamos nosotros. Envueltos en nuestra propia historia, teniendo entre las manos la fórmula exacta para intentar salir del agujero -basta con mirar las cifras de este julio que parecía agosto-, administrando nuestra miseria como si fuera una fortuna, convencidos de que de nuestro pasado vendrá nuestro único futuro, sospechando que es futuro lo tenemos cerca, muy cerca, pero sin saber que entre todos lo estamos pisoteando.