LA HOJA ROJA

LA TAPA DEL YOGUR

Los más agoreros dijimos que el Bicentenario resultaría primo hermano de aquellas ingenuas y pretenciosas fiestas centenarias

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Hace unos años me obsesioné -y de qué manera- con la fecha de caducidad de los alimentos. No se trataba en modo alguno de una obsesión sana -ninguna lo es- porque en realidad lo que me importaba no tenía nada que ver con el proceso de fabricación, ni con la procedencia, ni con hábitos saludables, ni siquiera con las recomendaciones sanitarias sobre la frescura de la cesta de la compra. Había un motivo, eso sí, para que anduviera a todas horas comprobando la fecha de las tapas de los yogures. Estaba esperando a mi primer hijo y tenía señalado en el calendario el día en el que, según la matrona, dejaría atrás una vida y empezaría otra totalmente distinta. Había, por tanto, que estar preparados, mucho más preparados que los de la Biblia que no sabían el día ni la hora, porque yo sí sabía que a partir de aquella fecha que marcaban las ecografías nada volvería a ser como antes. Por eso me obsesioné con la fecha de caducidad de los envasados y de los bricks de leche, y sólo me llevaba a casa los que caducaban antes del temido y esperado día, porque -pensaba yo- no sabía y no quería saber dónde y cómo estaría más allá. Como un ritual al que nunca fallé, dejaba en los estantes del supermercado todos aquellos productos que habían de perecer cuando yo ya no fuera sólo yo. Y nunca hice planes más allá de la fecha prevista, nunca hablé del mes de marzo, ni de abril, como si el mundo girara sólo en torno a ese día en el que mi vida se multiplicaría por dos. En fin. Un rollo medio freudiano, como podrán concluir ustedes, una superstición como cualquier otra, como la de buscar matrículas de coche capicúas o como la de hacerle una novena a quien sea. Pero aquella pamplina me daba de alguna forma seguridad. Me ponía plazos, hasta ese día, todo seguiría igual. Y no me fue mal. Durante mucho tiempo pensé que ese mecanismo de defensa -o más bien de ataque- sólo me había ocurrido a mí. Luego me di cuenta de que no soy nada original y de que todo el mundo establece algún código de conducta temeraria en torno a los acontecimientos esperados. «Cuando pase eso.», dice la gente sin atreverse a dar detalles como para no estropearlo, «cuando llegue.», suspiran como si la suspensión de los puntos pudiera dar forma a sus anhelos. Es algo mucho más normal de lo que pensaba.

No hay nada peor que una cuenta atrás, por mucho que el cine norteamericano nos haya querido vender lo del tres, dos, uno. cero como la fórmula mágica para resolver todo tipo de ecuaciones. Todos lo sabemos, y todos miramos con disimulo la fecha de la tapa del yogur. Fíjense bien, hay montones de ejemplos. Si escuchan las noticias o leen los periódicos, verán cómo nadie se atreve a dar una fecha más allá del 25 de marzo, como si las elecciones andaluzas marcaran un antes y un después en la derrota -de derrotero, no me malinterprenten- de este país. Nadie habla de la primavera, como si nunca se fuera a marchar este frío. Nadie piensa en el verano, por si acaso no llegamos. Cierto es que nadie, ni en sus peores pesadillas, podía imaginar que llegaríamos a estar de esta manera, que el castillo de naipes se vendría abajo mucho antes de terminar la partida, aunque estuviera tambaleándose, ni aún así llegamos a pensar que los únicos idiotas de la cena éramos nosotros. Pero por si no es bastante, miren más cerca, si pueden. Trece años -ya son años- hablando del Bicentenario y justo ahora, cuando sólo faltan poco más de tres semanas, parece como si nadie quisiera que llegara ese diecinueve de marzo, y mucho menos, el día después. Es el momento de los conjuros, el conjuro de la fecha de caducidad, el de lo que no se nombra no existe, el de la horita corta, el de mañana será otro día. Llámenlo como quieran.

Los más agoreros, los derrotistas de siempre, dijimos que el Bicentenario resultaría primo hermano de aquellas ingenuas y pretenciosas fiestas centenarias de Cayetano del Toro. Que ni lluvia de millones, ni cuestión de Estado, ni obras legendarias. Que no estarían las obras listas -¿ya nadie reclama el puente?-, que no habría grandes exposiciones, ni monumentos, y que los castillos se quedarían para siempre en el aire. Y también dijimos que esto de tener más jefes que indios era mal negocio. Lo que nunca sospechamos es que el Bicentenario llegaría en el peor momento de la peor coyuntura económica de este país. Que la conmemoración de los doscientos años de la Constitución vendría precedida de la más terrible cuenta atrás. Que tendríamos que improvisar un plan alternativo y que las alternativas -no me refiero a la Plataforma Ciudadanía Cádiz 2012- no serían muchas.

En fin. Es lo que tenemos. La tapa del yogur no se equivoca. Veintidos días y una eternidad de decepciones. Un catálogo de buenos propósitos y el tesauro completo de la desilusión. Sólo nos queda el camino por delante y habrá que andarlo. Habrá que dosificar las vacunas y dejar que la población se infecte como pueda del espíritu del Doce. Sacar de nuevo el disfraz de optimismo, enarbolar la bandera del conformismo y confiar en que el Oratorio, Sara Baras y Els Comediants griten mucho ¡Viva la Pepa!

Habrá que comérselo todo antes de que caduque. Habrá vida después del 19 de marzo, creo yo. Aunque ya nunca vuelva a ser lo mismo, y el tren no vuelva a pasar tan cerca, aunque nunca más podamos decir «cuando llegue.». No hay que desesperarse mucho, ya queda menos para el Tricentenario. Sólo hay que fijarse en las tapas de los yogures.