Tribuna

Ruina

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Días atrás, con motivo de las jornadas de puertas abiertas de Medina Sidonia, tuve ocasión de entrar en la iglesia de la Victoria. No ponía mis pies en ella desde hacía algunos años, con motivo de algún entierro o misa de difuntos, sometido a la dolorosa cortesía de las últimas despedidas. Se trataba del acto de presentación del Museo Etnográfico. Un curioso acto civil en un recinto religioso. La idea no es mala. Me impresionó bastante el lamentable estado de dejadez que presenta el edificio. Desde las bóvedas al retablo, todo en esa iglesia amenaza ruina.

No logro entender la postura de la Iglesia con respecto a su inigualable patrimonio cultural. Sobre todo por la inexistencia de postura oficial y la opacidad informativa que caracteriza a tan antigua institución en este y otros muchos asuntos en los que opta por no mojarse. Me imagino que la carencia de recursos económicos le impide atender a su conservación. Y si no hay dinero, la única solución parece ser que el paso del tiempo, las humedades y la carcoma continúen con su lenta labor destructiva sobre la madera y la piedra. Condenados los edificios y sus obras de arte a una segura desaparición. ¿Cuántas iglesias habrá en España en estas mismas lamentables condiciones?

Cualquiera con un mínimo de sensibilidad cultural, independientemente del significado que cada uno quiera darles a tales manifestaciones artísticas, debe sentir como una herida propia la condena a muerte que pesa sobre tan rico patrimonio. Que la Iglesia es una hábil manejadora de los tiempos y los movimientos políticos es una cosa que tiene sobradamente demostrado en sus más de dos mil años de existencia. Puede que a esa perfeccionada táctica de nadar y guardar la ropa se deba precisamente que se siga manteniendo a flote tras las terribles galernas que han supuesto determinados acontecimientos históricos.

Resulta evidente que la jerarquía católica española mantiene un pulso con un Estado supuestamente laico que, por su propia definición constitucional, debe mantenerse aislado de cualquier tipo de creencia trascendental, incluido el credo católico. La educación, el divorcio, el aborto, las parejas de hecho son sentidos por la Iglesia como puñaladas traperas tanto en su concepción moral de las relaciones humanas, como en su conciencia del papel histórico que desde hace siglos ha venido desempeñando en nuestra historia.

Por otra parte, el Estado, en la actualidad, está demostrando una sensibilidad cultural que le lleva a la recuperación de todo aquello que pueda ayudar al hombre de hoy a entender su pasado y, en definitiva, su propio significado en este mundo. La apertura del citado Museo Etnográfico va en esa línea de preocupación del poder civil por preservar nuestras raíces. Igualmente la máxima atención que se presta a la divulgación de los archivos y a la investigación de cualquier yacimiento arqueológico da idea del interés por la recuperación y el mantenimiento de los bienes culturales. Todo ello se enmarca, además, dentro del proyecto del desarrollo de pueblos y ciudades gracias a la atracción turística que suscita la rica variedad de nuestro legado cultural. Las cloacas y la calzada romana, la iglesia Mayor, así como la recuperación arqueológica del castillo, son algunos ejemplos de cómo el patrimonio de Medina se erige en foco de atracción para miles de visitantes.

Frente a esto, la Iglesia empuja contra corriente. Por un lado se atrinchera en su pobreza y, por otro, se muestra reacia a cualquier tipo de intervención del Estado en su patrimonio. A no ser que el poder civil se someta a todas sus condiciones, lo que es vivido entonces por aquella como una especie de triunfo. Lo de la pobreza de la Iglesia no deja de resultar chocante cuando su máximo representante se exhibe en sus viajes con un concurrido séquito de gente vestida de seda y ostentando en su mano un báculo de oro y piedras preciosas. Resulta chocante que mientras, por una parte, nos estamos gastando una millonada en rescatar un antiguo lienzo de muralla, por poner un ejemplo, estemos asistiendo, por otra, al inmisericorde espectáculo de ver cómo los templos y su rico contenido se hunden lentamente en la ruina.

No me cabe duda de que el Estado vería con buenos ojos la posibilidad de darles determinado uso civil a los edificios religiosos a cambio de su mantenimiento. La Iglesia ni puede garantizar su conservación, ni tiene necesidad de tantos templos por una elemental falta de sacerdotes y de feligresía, por lo que aquellos permanecen cerrados la mayor parte del año. Pero la firma de un convenio del que saldría beneficiado el conjunto de la ciudadanía, sin que la Iglesia perdiera por ello los derechos de propiedad, se hace impensable tratándose de una institución que, en la defensa de unos valores humanos muy respetables pero no únicos, se empeña en seguir anclada a la tozuda actitud de quien no come, pero tampoco quiere dejar comer.