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Adiós a la satisfacción

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Hubo un momento en que los teóricos del liberalismo clásico entendieron que una sociedad excesivamente polarizada entre pudientes y depauperados no era bueno para los propios intereses liberales. La continua alteración del orden liberal-burgués de entonces por parte de los menesterosos llegó a representar un obstáculo para la buena marcha de los negocios. Algo había que hacer, y, desde el otro lado del Atlántico, llega una pista: a Henry Ford, un despierto empresario de la naciente industria de la automoción, se le ocurre conceder un sustancioso aumento de sueldo a los trabajadores de sus fábricas., con la condición de que con ese remanente salarial compren los coches que ellos mismos fabrican. Gran contento para todos.

Nace la «cultura de la satisfacción», que básicamente consistiría en la creación de una amplia capa social de consumidores compulsivos, contentos y entretenidos, y, de paso, galvanizados contra cualquier tentación crítica contra el sistema. Un precario chiringuito pseudodemocrático, que diera a esas masas la ilusión de que son dueñas de sus propios destinos, completó el panorama del que hemos ido viviendo a lo largo de los últimos decenios. Todo parecía encajar. ¿Quién iba a pensar entonces en otro mundo posible, máxime cuando tras el telón de acero las cosas iban de mal en peor?

Pero no hay soluciones eternas, y las cosas comenzaron hace tiempo a complicarse. El problema consiste ahora en que a los herederos de aquél liberalismo clásico -que es el clásico ultraliberalismo de hoy- no les cuadran las cuentas, y consideran que la satisfacción de tanta gente les sale por un pico. ¿Hacer? Ahora la diferencia está en que esos que de verdad pueden decidir han apostado por cortar la satisfacción, y que las cosas transcurran a su aire, a ver qué ocurre. Pueden hacerlo, puesto que el sistema democrático-liberal fue diseñado precisamente para, llegado el caso, garantizar privilegios de élites. ¿Y la gente?

Los observadores sociales perciben un aumento de los motivos de insatisfacción: niños destetados de manera abrupta (no hay para caprichos); jóvenes forzosamente inactivos (condenados a una formación de por vida); mayores obligados a dar más por menos (con la amenaza de pasar los lunes al sol); y ancianos abandonados a su suerte (vuelve la posibilidad de practicar con ellos la virtud de la caridad).

Lector, lectora: ¡Feliz regreso de vacaciones!