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El Ejército tailandés aplasta la rebelión 'roja'

Los opositores responden con una ola de incendios al asalto militar a su campamento en el centro de Bangkok

BANGKOK. Actualizado: Guardar
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Sangre, fuego y destrucción en Bangkok. La 'ciudad de los ángeles' fue ayer un infierno, el que desató el asalto del Ejército tailandés al campamento levantado en pleno centro por los 'camisas rojas', los seguidores del ex primer ministro Thaksin Shinawatra que reclaman la dimisión del Gobierno y la inmediata convocatoria de elecciones.

Nada más amanecer, escuadrones apoyados por tanquetas tomaron posiciones en el parque de Lumpini, donde los manifestantes habían erigido barricadas con cañas de bambú y neumáticos. Tras un intenso tiroteo, los vehículos blindados derribaron la barrera y los soldados penetraron en el parque hacia el corazón del campamento, donde permanecían 5.000 resistentes. Agrupados en las carpas donde han vivido los dos últimos meses, los 'camisas rojas' coreaban canciones democráticas al son de la música épica que atronaba en los altavoces.

A pocos cientos de metros, las tropas se abrían paso a tiro limpio, hasta abatir a seis personas, entre ellas un fotógrafo italiano, y dejar una veintena de heridos. Aunque apenas hubo resistencia, cuatro soldados resultaron heridos al ser alcanzados por varias granadas de mano. A la vista del baño de sangre que se avecinaba, uno de las cabecillas de la protesta, Nattawut Saikuar, anunció que se entregaba a la Policía. «No podemos soportar que haya más muertos. Cambiaremos nuestra libertad por vuestra seguridad, volved a casa», explicó mientras la multitud le aplaudía para que no se rindiera.

A continuación estalló el caos. «Es la segunda vez que nos derrotan», se lamentaba entre lágrimas Yui Kanchanaporn, una secretaria de 28 años mientras recogía su esterilla y seguía a las miles de personas que huían despavoridas. En medio de frenéticas estampidas, bandas de incontrolados desoían el mensaje y se entregaban a una orgía de vandalismo. Con la toda la rabia de la derrota, rompieron los escaparates de las boutiques de Louis Vuitton, Loewe, Fendi y Dior que jalonan el centro de Bangkok -cerradas desde que empezó la ocupación-, lanzaron bengalas explosivas contra los también clausurados hoteles Península y Grand Hyatt y quemaron rascacielos como el Central World, la mayor galería comercial perteneciente a una de las familias más ricas de Tailandia. Los disturbios se propagaron a otras zonas de la ciudad, donde los 'camisas rojas' prendieron fuego a la Bolsa y veinte edificios más, entre ellos un cine y la sede del Canal 3 TV, donde un centenar de trabajadores fueron evacuados en helicóptero.

Con el avance de los soldados los manifestantes quedaron atrapados entre dos fuegos en medio de disparos, explosiones y hogueras que devoraban sus carpas y tiendas de campaña y envolvían a la ciudad en apestosas nubes de humo. Presas del pánico y oteando los rascacielos en busca de francotiradores, cientos de personas se refugiaron en el hospital de la Policía, adonde llegaba un reguero de heridos, y en el templo de Pratumwanaran, abarrotado de mujeres y ancianos.

«¿Por qué nos disparan?»

«¿Por qué nos disparan? No tenemos armas», protestaba en el templo Moue Siriwan, dependienta en una tienda de ropa. A su lado, decenas de personas acumulaban los escasos enseres que habían rescatado, como sus preciados ventiladores y los transistores con los que escuchaban las noticias. A la intemperie y aterrorizadas por los disparos y explosiones que aún se escuchaban al caer la oscuridad, allí se disponían a pasar la noche por el toque de queda impuesto en Bangkok y en 23 de las 76 provincias desde las ocho de la tarde (cinco menos en la España peninsular). Aunque se suponía que el templo era un lugar sagrado que los militares iban a respetar, otras seis personas fallecieron por el descontrol de la situación.

Justo enfrente del recinto religioso, en la comisaría donde se habían atrincherado 400 agentes y comandos especiales, la Policía comparecía ante la prensa junto a seis de los cabecillas que se habían entregado para lucir su triunfo. Pero fuera continuaba un caos de película sobre el fin del mundo. Entre el humo y las llamas, sombras humanas deambulaban como zombies en medio de los restos del campamento, desde cajas de cangrejos desparramadas por el suelo hasta carteles que, proféticamente, rezaban: 'La democracia ha muerto'.