antonio pica, actor

«Yo maté a Billy El Niño...»

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El hombre que mató a Billy el Niño vive en Sanlúcar, gasta camisas ochenteras y padece del corazón. No sólo reconoce el crimen a las primeras de cambio, sino que encima alardea de su impunidad: «Sigo en la calle», presume. Y pregunta: «¿Hace un brandy?».

Antonio Pica era el asesino más asesino de aquella película. Descargaba su colt 45 sobre un montón de forajidos, después esperaba un plano corto del revólver humeante, el director gritaba ‘Corten’, y todo el equipo se largaba a almorzar. Sin escrúpulos, sin piedad, sin asomo de arrepentimiento. «Tuve que cargarme a mucha gente… Siempre me tocaban los papeles de malo», bromea, con la misma sonrisa ladeada que un día le abrió las puertas del cine.

El actor jerezano es un mito, aunque su nombre no brille todavía debajo de ninguna estrella, ni las palmas de sus manos vayan a decorar nunca el paseo de la fama. Vivió, desde dentro, aquel mundo tan peculiar en el que Almería era un trasunto de Arizona y el desierto de Tabernas limitaba al Norte con el cañón del Colorado; y aquel otro, en el que todos los espías se llamaban Harrison, o Donaldson, o Peterson, aunque sus intérpretes lucieran siempre un sospechoso aire mediterráneo y maldijeran en español, francés o italiano cuando había que repetir la toma. También conoció la casquería industrial de la mejor Serie B patria, militó en la casa de los horrores de Paul Naschy, y esperó a las suecas, junto a López Vázquez y su pandilla, cuando un bikini era una revolución de dos piezas. En total, 70 películas en diez años. Desde ‘espagueti westerns’, hasta intrigas castizas, pasando por pastiches de vampiros y hombres lobo, y alguna que otra comedia descarada como colofón.

‘Cazado’ en El Gijón

Pica se hizo antihéroe por accidente. A mediados de los 60, después de la independencia argelina, recaló en Madrid. Durante años había trabajado en las prospecciones petrolíferas de El Sáhara, pero decidió darse un respiro. Bronceado por el sol del desierto, entró una tarde cualquiera a tomarse una copa en el Café Gijón. En esas andaba, ajeno al barullo intelectual que por entonces se movía en la sala, cuando notó que un tipo, cuarentón y trajeado, no le quitaba ojo de encima. «Pensé que era de la acera de enfrente», reconoce. Hasta que, después de un rato largo de aguantarle la mirada, el desconocido se le acercó. Era productor, le dijo. Y le ofreció una prueba. «Me dio un papel con unas líneas y me preguntó si sería capaz de memorizarlas en un rato. Le contesté que sí. Luego me llevó a los estudios de Santiago Moro, me colocó delante de una cámara y las recité. Quedó bien. Me hizo repetir el texto, pero esta vez añadiendo una sonrisa final. Les gustó. Me dieron 5.000 pesetas, un dineral por aquellos tiempos. Me las fundí aquella misma noche, de juerga con todo el equipo». Después, le llovieron las ofertas. Él no lo dice, porque le resbala la vanidad, pero sabe que era un hombre guapo. Los ojos claros, los pómulos marcados, la mandíbula firme. Y su sonrisa, hábil, pícara, perfecta para ilustrar a un galán de doble fondo, el complemento ideal de un antagonista con encanto.

Aspirinas y western

Compaginó algunas campañas publicitarias con sus primeros trabajos para la gran pantalla. «Anuncié la Aspirina, la Casera, el Vino de Moriles y una marca de bañadores: de todo». En 1967, después de cargarse a Billy el Niño en la película de Julio Buchs, rodó ‘Mister Dinamita, mañana os besará la muerte’, ‘Cómo robar un quintal de diamantes en Rusia’ o ‘Encrucijada para una monja’.

Pasó por América Latina, Estados Unidos y Francia, aunque la mayoría de sus papeles se lo debe al boom del ‘espagueti western’, con Almería como escenario fetiche de directores americanos, franceses e italianos. «Aquello había que tomárselo con mucho cachondeo. Era divino, pero también surrealista. Las producciones eran muy limitadas de presupuesto, así que rodábamos con los tiempos marcados, no había lugar para los alardes». Los días eran muy duros, y las noches muy largas. «Porque de la fiesta no te libraba nadie. Eso iba parejo con la profesión. Aunque era una bohemia distinta, sana, de compadreo».

Fueron los años de ‘Dos cruces en Danger Pass’, ‘Bandidos’ o ‘Pagó cara su muerte’. Entorno a la industria del ‘spaguetti’ almeriense surgió una florida gama de personajes estrafalarios: aspirantes a intérpretes, buscavidas y postulantes, que se acercaban a los rodajes «por si había un hueco», deseosos de ver su cara (aunque fuera desenfocada) en la gran pantalla. Pica recuerda especialmente a uno de ellos, apodado ‘El habichuela’. «Un individuo pequeñito y servicial, que nos hacía los recados y nos compraba el tabaco. Quería salir en el cine. Como fuera. Así que un día se lo dije a Rafael Romero Marchén. ‘Mételo de extra, hombre, que tiene muchas ganas…’ A ‘El habichuela’ le pusieron un poncho y dos pistolas, y lo colocaron delante de la cámara. Era para verlo, tirándole al cielo hasta que se quedó sin balas. Luego no se le ocurrió otra cosa que empezar a disparar con la boca: ‘pum, pum, pum’, hacía el pobre. El director pilló un cabreó acojonante y le gritó: ‘¡Usted, muérase ya!’. Y ‘El habichuela’ dijo, muy serio: ‘Ahora mismo’, soltó las armas y se tumbó en el suelo». «Pero yo era un profesional. Llevo a orgullo que por mí nunca se repitió una escena».

Pica sentía predilección por los westerns. «Eran más salvajes: montar a caballo, dejarse la barba, pasar del maquillaje… Además, como siempre hacía de facineroso, cuando decían ‘Motor’ ya sabía qué cara poner». Compartió filmes con Jack Palance, James Mason, Ernest Borgnine, Louis de Funes… «Había una especie de fiebre por contratar actores extranjeros, parecía que daban caché. Pero eso no ha cambiado: Alatriste, por ejemplo. Tuvieron que llamar a Vigo Mortensen. ¿Qué pasa, que no había actores españoles para encarnar a un soldado español?». Tocó el cine bélico (‘Hora Cero: Operación Rommel’); el de acción (‘Santo contra los asesinos de la mafia’); el de terror (‘El jorobado de la morgue’, ‘La rebelión de las muertas’); el de aventuras (‘Las nuevas andanzas de El Zorro’)… Y protagonizó ‘El hombre en la trampa’ y ‘Caribean Mission’. «Ésas, además de no cobrarlas, ni las he visto…».

Para vivir del cine, con semejante panorama, «había que hacer muchas películas, y tener suerte de que no te tocaran productores mafiosos o ladrones. De los setenta títulos que hice sólo coticé tres. Si mi pensión hubiera tenido que depender de aquellos diez años…» Tocaba compaginarlo con lo que surgiera. En la ‘Caída del Imperio Romano’, sin ir más lejos, hizo cuatro papeles. «Yo estaba trabajando en el petróleo, pero aprovechaba los días libres y las vacaciones para intervenir». Así que el observador avezado puede distinguir en la superproducción de Anthony Mann los rasgos de Antonio Pica en un senador, en un gladiador, en un aguador y en un soldado.

A sus 79 años, Antonio Pica no ha perdido el encanto, las formas elegantes ni el sentido del humor. Aunque no rueda desde ‘Licántropo, el asesino de la luna llena’ (Paul Naschy, 1996) dice que no le importaría que le cayera «todavía» algún buen papel. «En los 70 nunca me lo tomé en serio, y justo cuando empezaba a hacerlo… Tuve que dejarlo. Se acabó el filón».

El hombre que mató a Billy El Niño amaga un gesto de desencanto. El asesino, según parece, se ha puesto nostálgico. «¿Seguro que no hace un brandy?».