LITERATURA | ANIVERSARIO

Dashiell Hammett, el genio escondido tras Sam Spade

Detective antes de dedicarse a la escritura, el autor de 'El halcón maltés' no escapó a la 'caza de brujas' pese a ser un veterano de guerra

MADRID Actualizado: Guardar
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Hubo un tiempo en el que los espías reinaban en el imaginario colectivo y en el que los detectives reemplazaban a los vaqueros en calidad de los más duros del lugar. Hombres atormentados por sus fantasmas internos y acosados por mujeres tan bellas como peligrosas que, no obstante, lograban apresar a los criminales más sanguinarios haciendo gala de un extraordinario poder de deducción, un código moral esquivo a cualquier clasificación y no pocas dosis de cinismo. En el camino dejaban un buen puñado de colillas -sí, entonces fumar era un símbolo de distinción y podía hacerse sin miedo a caer en las garras de la justicia-, vasos de licor a medio terminar y algún que otro corazón partido -generalmente el suyo-.

Philip Marlowe era uno de los más avispados al oeste del Atlántico, pero Sam Spade no le iba a la zaga. Al primero le dio vida Raymond Chandler, un laborioso escritor que apelaba a la ironía para denunciar la corrupción imperante en las calles de las ciudades norteamericanas. El segundo es retoño de Dashiell Hammett, ilustre antecesor de Chandler, de cuyo influjo no pudo éste escapar.

A diferencia de Chandler, Hammett conocía los ambientes más sórdidos de primera mano. No en vano, había trabajado en la célebre agencia Pinkerton, cuyo cuartel central estaba en Baltimore. Bebedor empedernido, se alistó en el American Field Service, una organización que prestaba apoyo a los soldados aliados que luchaban en la Primera Guerra Mundial, pero la tuberculosis provocó su licenciamiento. Terminada la contienda, probó suerte en diversos trabajos, topándose finalmente con la literatura, a la que consagraría el resto de su vida.

Un libro para la eternidad

Por aquel entonces, la novela de detectives tenía un excelente asiento en revistas como 'Black Mask', en la que Hammett publicaría sus primeros relatos a comienzos de los años 20, aunque bajo pseudónimo. Fue allí donde apareció por primera vez el agente de la Continental, que repetiría en una de la novelas más populares del autor, Cosecha roja. Pero fue El halcón maltés la obra que le consagró definitivamente. El libro presenta a Sam Spade, un hombre cuya rudeza raya a veces en la brutalidad y al que, lejos de idealismos, solo parece mover el dinero. John Huston le dio carta cinematográfica a Spade y el papel acabó recayendo en Humphrey Bogart, después de que George Raft lo rechazara al no querer ponerse en las manos de un director que por aquel entonces carecía de experiencia. A partir de ese momento, la carrera de Raft no hizo sino declinar y la de Bogart se tornaría en imparable.

Bogart firmó en El halcón maltés una de sus actuaciones más memorables. Claro que el papel le venía como anillo al dedo. Spade/Bogart es contratado por la señorita Ruth Wonderly (Mary Astor) para que investigue el paradero de su hermana, la cual -le cuenta- ha huido con un hombre. El socio de Spade inicia las pesquisas, pero no tarda en ser asesinado. Será entonces cuando Ruth Wonderly le confiese a Spade que todo ha sido una invención y que su verdadero propósito es localizar a su socio, quien tendría en su poder una preciada estatua que los Caballeros de Malta entregaron al rey Carlos V en pago por la isla. El problema es que ella no es la única que codicia el tesoro, por lo que Spade se ve envuelto en un intrincado enredo que le obligará a recurrir a todo su ingenio con el fin de salvar el pellejo.

Hammett escribió su última novela a mediados de los años 30 y desde entonces se dedicó a luchar por aquellas causas en las que creía. Nunca ocultó sus ideas políticas, llegando a afiliarse al Partico Comunista de Estados Unidos, lo que posteriormente le ocasionaría numerosos problemas durante los años del mccarthysmo y la 'caza de brujas'. También se incorporó al New York Civil Rights Congress, una organización izquierdista. Recaudó dinero para lograr la libertad de cuatro miembros de la organización y cuando estos huyeron fue encarcelado durante seis meses por negarse a facilitar información al tribunal. Fue investigado por el Congreso, que le apretó las tuercas y le incluyó en sus 'listas negras'. Pero jamás traicionó a sus compañeros. Su horror ante la barbarie fascista le llevó a solicitar su reingreso en las fuerzas armadas, pese a sus graves problemas de salud y fue destacado en las Islas Aleutianas en calidad de sargento en plena Segunda Guerra Mundial. Poco podía hacer allí salvo editar un periódico del ejército.

Solo le quedaba la gloria literaria y el amor de la dramaturga Lillian Hellman, a la que había conocido en 1931 y de la que no se separó hasta su muerte, ocurrida en el Lennox Hill Hospital de Nueva York tal día como hoy de hace cincuenta años. Para entonces, la locura del mccarthysmo había quedado atrás, la Administración Kennedy reinaba en Washington y Hammett fue enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington, el mismo al que no tardarían en trasladar los restos del presidente asesinado. Como veterano de dos guerras mundiales era lo menos que le debía su país. El inmenso agradecimiento de sus lectores hacía mucho tiempo que lo tenía.