la última

Libertad obligatoria

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Recuerdo que lo más irritante de aquel ‘¡Indignaos!’ de Stéphane Hessel me pareció el precio. Cuando desconté un eterno prólogo y un generoso epílogo, salían 25 paginitas escritas con cuerpo 12 y un interlineado como calles de atletismo. Lo leí en media hora. Aquello no era un ensayo. De chinorri escribí cartas de amor más largas y mira que, con la cara de abajo, fueron bien pocas.

Aquel texto hipnótico me parecía, como producto editorial, una estafa. Ni por estilo, documentación o mensaje me resultó más que cualquier columna que se puede leer a diario en la (con perdón) prensa española y casi con menos caracteres. Pero también me pareció oportunísimo y directo, sencillo, accesible, abierto, respetable el prestigio personal del autor. Misteriosamente brillante pese a contener una sola idea (El «qué cobazo nos están dando») y pese a ser redundante, obvio. Fue pertinente. Lo del sitio adecuado y el momento oportuno. Igual que, de pronto, la misma frase vacía de toda la vida («llama cuando llegues») cobra enorme sentido después algún trágico suceso familiar.

Que lo compartí todo del librito, pero me pareció poco. He tardado más de dos años en decirlo. Qué miedo. Aquel libro fue sagrado para un movimiento que a muchos, al menos a mí, les hinchó el pecho de alegría y esperanza, les llenó los ojos de brillo a estrenar, hizo pensar –no es poco– que teníamos motivos para estar orgullosos como especie y comunidad, que éramos capaces de plantarnos y pedir cuentas, de cambiar unos milímetros el rumbo de las cosas de todos (‘res publica’). Aquellas noches de primavera, fuimos uno, grandes, libres. Sin importar atuendo, querencia, edad, género ni oficio. Pero duración e intensidad son incompatibles en esta vida. La llama se apagó pero la luz quedó grabada. Nos sobran los motivos aún, ayuda tener lemas, pura mnemotecnia, y nada es exactamente igual. Sin lamentos.

Con todo, aquel prodigioso descubrimiento escondía un indeseable efecto secundario. Es la libertad obligatoria, la protesta que no admite ni crítica y exige adhesión inquebrantable. Algo que nunca llevo encima. Como en el caso del libro de Hessel, el texto te debe gustar sin matices. Como en las religiones, sin duda. Si criticas algo, de forma o fondo, si manifiestas alguna preferencia o rechazo particular, si se te escapa un matiz parcial, ay de ti. Los que se quedaron los restos de aquella travesía inconclusa (me niego aún a llamarlo naufragio) son unos plomos ciberhiperactivos que quieren decidir cada jornada cómo, cuándo y contra quién hay que indignarse. Si ese día prefieres ver una serie, un partido o, sobre todo, si discrepas del lenguaje utilizado en alguna queja, del método o el lugar, del objetivo, por mucho que compartas, ya caíste. Estás fuera. Eres un burgués, manipulado, manipulador, cobarde, pusilánime, indolente, cómplice, corrupto, negligente o colaboracionista del complot contra su libertad, que es la única posible, que no acaba en la del otro, la arrasa. Paradojas de, algunos y pertinaces, defensores de la nueva democracia ‘real’. Esa que no admite discrepancia. Qué pena porque la convencional, parece claro, es una orgía de avaricia, con los partidos y muchos ciudadanos convertidos en sicarios del secuestro colectivo del resto. Los que nos dirigen y representan ahora dan muchas, muchas, ganas de salir por piernas. Los más iracundos entre los que se declaran sus víctimas oprimidas y censuradas, de salir corriendo.