didyme

Don Saturio y la globalización

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Don Saturio Rascapringue es un mozo muy decente, que parece el pobrecito un malparto en aguardiente…», según aseguraba aquel pasodoble carnavalesco con el que en mi casa me motivaban para tragar las primeras papillas de verdura. Continuaba la coplilla asegurando que «como no usa camisa ni nunca se quita el gorro, es su cuerpo un almacén de ostiones y chinchorros» exageraciones gaditanísimas que me animaban a ingerir con más diligencia. Como ocurría por entonces, la vida cotidiana discurría entre las simplificaciones y rudimentos propios del tercermundismo, entre ellos, los propios de la educación infantil arrebujada entre las faldas del gineceo familiar, colectivo fascinante que recurría a la figura de don Saturio, o bien a otras coplillas de inocencia primorosa y gracejo excepcionales para hacernos a los niños la vida más amena, siempre cerquita de los embelesantes arrumacos, muy distantes de cualquier disciplina formativa. Íbamos al colegio con seis años, así que todo el preescolar era un plan casero casero, tolerante hasta la saciedad, pues al ejercicio «formativo» se sumaban todas las hembras de la casa con suma presteza y dedicación. Ir al colegio, al menos en mi caso, supuso por ello un acto adulto y sobre todo varonil, que mi particular y maravilloso gineceo de custodia acató con orgullo e ilusión. Y, sobre todo, con respeto. Pasados tantísimos años, aún recuerdo el aroma de esa liturgia femenina del orgullo de la misión cumplida de las mujeres de mi casa, monumentos del matriarcado andaluz, cuna del machismo poético.

No eran aquellos tiempos mejor que los actuales, siendo sin embargo tiempos más fragantes, más aromáticos, más sabrosos, pero sobre todo, eran mucho menos universales. No existían planes para elegir la cancioncilla más adecuada para dormir al bebé acosado por las tripoteras de la indigestión propia del lactante, ni para paliar los dolores de la dentición. Todo era producción doméstica, canon minúsculo, improvisación generada por un feminismo acrisolado que criaba a sus hijos muy apretaditos contra el corazón. Así todos los niños de mi generación íbamos aprendiendo letrillas del carnaval, saetas o coplas monumentales, incluso alegrías y cantiñas, mientras íbamos intentando entender que el hacerse un hombre era un reto que obligaba ante todo a amar con pasión a las mujeres. A todas las de tu casa, y a todas las demás. Éramos proyectos varoniles moldeados por la gubia racial muy comprometida con la bondad y la inocencia, salpimentadas por aquellas letrillas del carnaval que no tenían sentido más allá del molino de mareas del Río Arillo. Se nos hizo de Cádiz, se nos bruñó el alma con antiguo candor, y como en la historia de don Saturio, completamente alejada de la globalización, de las redes sociales impúdicas y los riesgos de la anodina gemelización. El manoseo didáctico se añeja, pero deja pátina canora y músculo de epopeya.