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Ministros...y ministros

Una recomendación para un empleo con la firma de un miembro del Gobierno valía su peso en oro

Juan Carlos Viloria
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De siempre, antes de que la fama y la riqueza se pudieran alcanzar por el atajo de hacerse un hueco en la tele de usar y tirar, el sueño de los progenitores para el hijo que salía listo era que ‘llegase a ministro’. Con Franco, la figura del ministro convocaba las fantasías y las aspiraciones del españolito estudioso. No tanto las materiales porque los despachos eran rancios y los sueldos magros, sino la capacidad de convertir los deseos en órdenes, los proyectos en obras, los planos en ladrillos y, por encima de todo, las recomendaciones en hechos consumados. Una recomendación con la firma del ministro para un empleo, para una licencia, para un estanco, para... un aprobado en la carrera valía su peso en oro. Y tampoco es que hayan cambiado mucho las costumbres. Desde que Berlanga contara en ‘La Escopeta Nacional’ las aventuras y desventuras de Saza –el fabricante catalán de porteros electrónicos– en una cacería en la que su pieza era el amigo del ministro, han pasado cuarenta años. Pero hace poco un importante ministro detenía su auto en una gasolinera rural para charlar con un Saza que también quería endosar sus ‘porteros automáticos’ a la administración. Es cierto también que en España el pueblo llano siempre ha desconfiado de la valía de los ministros porque raramente el de Sanidad era doctor mientras el de Obras Públicas era abogado y el de Justicia tampoco era magistrado.

Con el tiempo y, sobre todo, al calor de la multiplicación de cargos autonómicos, aquellos ministros todopoderosos empezaron a perder su singularidad y dejó de ser obligado ‘ir a Madrid’ para engrasar el enchufe. La bendita rutina de la democracia pasó también factura al cargo y si en los tiempos de la dictadura el cese era un notición con motorista y todo, Suárez, González, Aznar y Zapatero se acostumbraron a quitar y poner por teléfono sin que el duelo fuese más allá de la efímera vida de un diario. De forma que los desvanes de la memoria se llenaron de ministros desapercibidos y de ministros que dejaron huella. Fernández Ordóñez, por ejemplo, dejó huella. Se decía que al final de los Consejos de Ministros lo primero que hacía era llamar a ‘El País’ para darles la exclusiva. Pero fue un peso pesado. Enrique Múgica siempre tuvo cara de ministro pero le tuvo que llorar seis años a Felipe González hasta que lo consiguió. Rodrigo Rato también puso su impronta en la historia de los ministerios y también Morán a pesar de los chistes. Pero nadie se acuerda de Ana Birulés o Vicente Albero. La historia no hizo justicia con Juan Carlos Aparicio pero si con Jaume Matas. Pimentel salió por pies, no se sabe muy bien hacia donde y Antoni Asunción quedó como un gran ministro con solo un mes en el cargo. Alguien dijo que lo mejor de ser ministro es ser exministro y puede que para el último gabinete de Zapatero eso sea más cierto que nunca.