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SAFARI

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Desde su escondite, el anacrónico dictador Muamar Gadafi llama al martirio a sus partidarios, pero muchos no quieren oírlo.

Quienes se sacrifican por sus patrias necesitan a su vez que haya muchos mártires. Ignoramos a estas horas de la tarde de ayer cómo va a terminar la historia crepuscular del absurdo sátrapa, halagado por las hipócritas potencias occidentales y de cualquier otra latitud mientras chapoteaba en un océano de petróleo. ¡Qué gente más rara! Tenemos que llegar a la conclusión provisional, que elevaremos a definitiva, de que todos eran una gentuza. Basta leer a Suetonio para darse una idea aproximada de cómo ha sido siempre la naturaleza humana, pero quizá no haya que inclinarse por esos eruditos saberes y sea suficiente con oír el telediario.

No se ha tasado en una cifra demasiado alta la cabeza de Gadafi, que incluye el turbante. Ha sido valorado en diez millones de dinares libios, cifra que corresponde a 5,8 millones de euros, que es lo que han costado algunas de sus estatuas. Además del dinero que se ofrece por su captura, vivo o muerto, preferiblemente vivo para exhibirlo en una jaula, se garantiza a sus captores la amnistía. Dejan de importar los muertos de la revolución libia. Lo que cuenta es el dinero que se promete por la cacería y la consiguiente liberación automática de los cazadores con licencia para matar.

La jaima de Gadafi ha sido invadida por los ocupas. Era como un museo de los horrores cuando estaba en buen uso. Algo así como la pesadilla de la autora de 'Las mil y una noches' en su noche dos mil y una. Los llamados rebeldes se tiran por las alfombras varadas, de imposibles vuelos sobre los palacios del sátrapa. La historia se repite, pero en forma de vómito porque es un asco, pero a los contemporáneos nos sigue intrigando su desenlace, que siempre es el mismo. «¡Ay de los vencidos!». Por muy repulsivos que sean. Y ¡ay de los vencedores!