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Osama ante la tele

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El Gobierno de los Estados Unidos nos ha demostrado en estos últimos días que dispone de empleados con una especial destreza para dar allí donde duele. Ponderar la puntería y la capacidad letal de sus Navy Seal es, a estas alturas, algo tan innecesario como redundante. Pero tampoco perdamos de vista a sus expertos en comunicación, a los que parece habérseles encomendado, como misión prioritaria, la dosificación de la información encontrada en la guarida del supermalo. El encargo, por lo que se ve, tiene como objetivo principal desacreditar a Bin Laden hasta el extremo, para redondear la victoria de los Estados Unidos sobre el insensato que se atrevió a declararse su enemigo (y acaso también justificar su eliminación).

Lo visto hasta la fecha (y todo hace presumir que esto solo es el principio) no ha podido revelarse más demoledor. La secuencia del viejito de barba blanca repasando con el mando a distancia los canales de la tele, para ver dónde lo sacan, solo es superada en patetismo por el detalle de teñirse de negro la barba antes de ponerse ante la cámara para grabar sus alocuciones llamando a la yihad y amenazando a Occidente.

La suma de ambas imágenes rebaja drásticamente la poca dignidad que pudiera quedarle al personaje, después de impulsar durante lustros el asesinato indiscriminado de personas inocentes. La invocación de una misión superior, ya fuera en nombre de Alá o de la libertad de Palestina, queda borrada de un plumazo con ese ejercicio de narcisismo y de pobre coquetería. Más que el heroico caudillo de una guerra por prescripción divina, asumida con desprecio del peligro y de su propia persona, el Osama de esos vídeos caseros parece un ególatra de baratillo, cual si fuera un concursante eliminado de Gran Hermano entregándose a la nostalgia de revisar, una y otra vez, los programas grabados cuando aún no le habían echado de la casa.

Es probable, visto el fin al que ha estado exponiéndose y que ha acabado sufriendo, que detrás de las decisiones y de los designios homicidas de este hombre hubiera una idea superior, una de esas grandes cosas a las que, como ya apuntara con sutil perspicacia Robert Musil, tan contraproducente resulta vincularse (especialmente, para aquellos a quienes puede fastidiar el tipo que establece el vínculo en cuestión).

Pero con este punto de partida, de pretendida grandeza, en la soledad de su bien protegido refugio paquistaní a Osama bin Laden lo alcanzó y, de qué manera, la pequeñez de su condición humana. Escondido entre niños y pollos, mirándose en la tele y tiñéndose para salir más joven. Uno no se imagina así a Ricardo Corazón de León, pero tampoco a Saladino. Está visto que vivimos tiempos de rebajas, en todo. No solo decepcionan nuestros líderes. Tampoco los sarracenos dan la talla.