vuelta de hoja

La mayoría de nosotros

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Es sin duda un gran avance poder expresar nuestras preferencias cada vez que nos consultan, pero quienes mandan también hacen uso de su libertad, que consiste en no hacernos caso. Si con el número dos nace la pena, que dijo el poeta afectado por la célebre flecha de Cupido, con el número máximos de votantes nace la desobediencia aritmética. Es cierto que la mayoría de los españoles rechaza reducir la velocidad a 110 kilómetros por hora, pero no es menos cierto que quienes han ideado la medida se van a salir con la suya y con la nuestra. La repulsa ciudadana no sirve más que para fomentar el cabreo colectivo.

«A la minoría siempre», dedicaba el inmenso Juan Ramón Jiménez sus libros. Creía en sus geniales delirios que también era inmensa. Ahora, con la costosa instalación de la democracia, quienes la detentan tienen la posibilidad de falsearla. ¿De qué sirve que la mayoría de nosotros no sea partidaria de la prohibición a rajatabla del tabaco mientras siguen abiertos unos 15.000 estancos? Tampoco hemos aclamado la disposición de no superar la velocidad marcada por el Gobierno para circular por carretera. Las leyes deben cumplirse, por muy obtusos que sean los legisladores, pero que no pongan por testigo al pueblo, ni usen su nombre en vano. La mayoría no pinta nada, salvo letreros en las paredes.

La democracia no puede ejercerse si se les prohíbe a los demócratas su intervención en los asuntos de gobierno y aquí la han secuestrado los mandamases. Ya en su época, don Pío Baroja, que era un disidente nato, decía que España era un camino abierto para todas las ambiciones pequeñas y todos los deseos mezquinos. Que nadie ose criticarla porque le pueden acusar de añorar los detestables poderes absolutos. Debieran repartir instrucciones para uso y hacer muchos prospectos de mano, pero les basta con disponer de los demócratas sin decir eso de «ordeno y mando». Eslogan que ha sido reemplazado por «ordeno y mango».