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La menestra de Tom Ford

El 'rey del sexo' resucitó a Gucci e Yves Saint Laurent. Su perfeccionismo es tal que hasta elige el verde de las verduras para que combinen con las mesas en las cenas de gala

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Su nombre es Ford, Tom Ford. Las palabras claves resultaron Gucci, Gucci, Gucci. La fecha que pasará a los anales de la historia de la moda: septiembre de 1995. Acto: entrega de los premios MTV Music Awards. Lugar: Los Ángeles. Como otras muchas veces, el protagonismo recayó en uno de los iconos más influyentes de la moda del pasado siglo y lo que llevamos de éste: Madonna. Vestida con una ceñidísima blusa de satén estratégicamente desabrochada hasta el ombligo, pantalones de terciopelo y sandalias de charol negro, la cantante revolucionó el gallinero cuando le preguntaron por su espectacular modelo: '¡Gucci, Gucci, Gucci!', gritó. El público tuvo que pellizcarse para comprobar que el estilismo correspondía a la firma que vistió a lo mejor de la jet-set internacional en los años sesenta y setenta, pero que había acabado degenerando en una marca de lo más tirada y que se vendía a precio de saldo.

Gucci estaba herida de muerte, pero un golpe de suerte la rescató del olvido y la ruina financiera. Tom Ford fue su salvavidas y confirmó su olfato para resucitar cadáveres que apestaban del fondo de los armarios. El creador tejano recuperó primero Gucci y, después, Yves Saint Laurent, con el que nunca hizo buenas migas. «Se ha comportado como un cabrón. El señor Saint Laurent es un hombre mayor y amargado al que le ha llegado la hora de retirarse», soltó poco antes de la muerte del genial artista. La industria del diseño se revolvió atónita ante el milagro obrado por este desconocido de buena familia que tejió todo tipo de relaciones -sociales, sexuales y empresariales- en la mítica discoteca neoyorquina Studio 54 aprovechando su belleza -«no fue difícil, sólo debías tener 17 años y ser guapo»-. Quizá porque el nieto de la fundadora de la reina de los cosméticos Estée Lauder nunca creyó que acabaría siendo el creador más importante de los noventa. Él soñaba con ser actor, si bien la vida le fue colocando en los lugares más inesperados.

«Soy mi propia musa»

Colgó los estudios de Historia del Arte para probar suerte en el teatro y luego engancharse a la carrera de arquitectura. Pues bien, fracasó como actor y arquitecto. Pero, en plena adolescencia, se convirtió en estrella de la publicidad al protagonizar doce anuncios emitidos simultáneamente en las televisiones estadounidenses. Tom servía para todo. Vendía sopas, hamburguesas del McDonald's, barras de chocolate... Había nacido el chico más seductor de América. Gustaba por igual a hombres y mujeres. Pero, sobre todo, a sí mismo. «Soy mi propia musa», ha llegado a decir. «Toda mujer que se cruza en su camino fantasea con un escarceo sexual con él», escribió Graydon Carter, director de Vanity Fair.

Gracias a su extraordinario aspecto, reconoce el propio Ford, consiguió trabajar para Cathy Hardwick, una modista de cierta fama en los ochenta y hoy caída en desgracia, antes de dar el salto a Perry Ellis y Gucci, donde empezó desde lo más bajo. Corría 1990. Pero entre que la empresa no levantaba cabeza y todos los directores creativos acababan largándose, a Tom se lo pusieron en bandeja cuando se hizo con las riendas creativas de la casa.

No desaprovechó la oportunidad. Transformó Gucci en la firma más copiada del mundo explotando las aristas más osadas del sexo. Este enamorado de los pinchazos de botox -«no estoy en contra de la cirugía estética, pero sí de que la gente se convierta en muñecos»- puso patas arriba las pasarelas. El provocador 'rey del sexo' ensalzó el atrevimiento y femineidad de las mujeres. Su imagen quedará ligada para siempre a la de un pubis depilado con el emblema de la firma en una escandalosa campaña. Al tiempo que disparaba los cimientos económicos de Gucci -las ventas del grupo pasaron de 230 a 3.000 millones de dólares-, comenzó a desarrollar una peligrosa 'adicción'. «Ser diseñador es patológico», le confesó a Richard Buckley, un periodista de moda 13 años mayor que él con el que vive desde hace dos décadas.

Patológico y extremadamente perfeccionista. La poderosa Anna Wintour le definió como el 'Flaubert' de la moda tras exigir que las verduras que se sirvieron en unas cenas de gala fueran de un verde determinado para combinarlas con los manteles y que los camareros fuesen maquillados y peinados a su gusto. «No puedo permitir que las paredes, platos y decoración sean blancas y el cocinero me saque un puré de patatas amarillo. ¡Imposible!». Los diseñadores están para vender «un mundo perfecto» y Ford exige todo el control: «Esto no es una democracia. Soy yo el que dice cómo hay que hacer las cosas». Para empezar, su propia imagen. Nunca muestra su perfil izquierdo y jamás aparece sonriendo en las fotos. Admite que soportó una «presión espantosa» por la necesidad de vender una imagen tan sexy. Pero fue muy feliz mientras ejerció de cabeza visible de dos de las marcas más importantes del mundo. Por eso cayó en la depresión al irse de Gucci e Yves Saint Laurent. «Fue como morir». Tras la ruptura, el creador más influyente de los noventa conquista la alta costura masculina. «La moda ha perdido calidad. Es sólo humo. Yo hago trajes como piezas únicas». Incluido, al último James Bond. Ya con su propio nombre, Ford, Tom Ford.

Twiggy fue la más pequeña y se convirtió en la más grande. 'Bastoncillo', como la llamaban en clase, fue la primera supermodelo de la historia. El tiempo no parece pasar por ella. Viéndola tan menuda, uno se pregunta cómo es posible que la chica de los suburbios de Londres, hija de un carpintero y una ama de casa depresiva, 'mod' antes que modelo y con el pelo a lo 'garçon', revolucionara las pasarelas y cambiara los cánones de belleza.

Aquella muchacha extremadamente flaca (apenas 40 kilos para sus 168 centímetros de altura) que los fines de semana se sacaba unas libras lavando cabezas perdió su nombre cuando Mr. Vincent, un peluquero fino, cortó su melena castaña, le puso el pelo con la raya al lado, se lo engominó y después oxigenó hasta convertirla en una rubia platino. No concluyó aquí la faena de aliño. Mientras el estilista se manejaba con las tijeras y los tintes, el entonces novio de Lesley Hornby, verdadero nombre de la joven, le rogó que se comportara bien al grito de 'Deja de morderte las uñas, Twiggy' (ramita en inglés). Llamaba así a su chica por lucir unas piernas tan delgadas.

De aquella peluquería surgió el 'mito Twiggy'. Un fenómeno mundial que acabó primero con el reinado de Jean Shrimpton 'la gamba', la modelo de moda de los sesenta. Con su aspecto andrógino, sin una gota de maquillaje y las pestañas postizas pegadas en sus enormes ojos azules, creó un icono. Sin embargo, a esta 'cosita' de nada', como le gusta llamarse, también se le van cayendo las ramitas. Recién cumplidos los sesenta, mantiene fuerte lo esencial: el tronco que la hizo única.