Cultura

Diego Carrasco estrena diablura

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i lo que anoche hizo Diego Carrasco en Sevilla es flamenco es porque estaban allí su soniquete y Miguel Poveda. Ya está. Todo lo demás es un circo metido a compás de un artista indescriptible. Un cantaor que no canta. Un bailaor que no baila. Un tocaor sin guitarra. Un flamenco de postín que se sale de la frontera de su Jerez para meterse en las honduras de la liviandad. A veces incluso con mucho peligro. Porque el trío Las Peligro tiene tanto protagonismo en el montaje que en ocasiones da la sensación de que Diego es un invitado de honor en medio de un revuelo de tangos, o rumbas, que sólo tienen valor en los bares de la calle Betis, con todos los respetos a estos bares. De eso adolece este estreno que hilvana, por cierto, retales del repertorio histórico del jerezano: de pretender contar algo y no conseguirlo. Porque lo primero que hay que tener claro es quién es Diego Carrasco, sus características, sus virtudes y sus defectos. Y este montaje abunda mucho en sus carencias. Diego no puede estar cantando una hora en escena. Su garganta no se lo permite. Pero Las Peligro no son la solución. Él es un genio inigualable cuando rapea por bulerías y trufa sus letras con pataítas de su escuela. Y porque tiene mucha frescura, mucha velocidad para improvisar. Sirva como ejemplo su reacción cuando se le cayó la petaca de sonido. La enganchó al vuelo, se la colocó en la oreja y preguntó al son del toma que toma de su barrio: «Sí, ¿quién es?». Esa es la pregunta. ¿Quién es Diego Carrasco? Es un músico sin instrumento. Y por eso se ha podido confundir de herramienta. Pepa Gamboa ya no le ayuda nada con su ideología escénica porque redunda en lo que Diego está queriendo hacer desde hace años. Y porque todo el artificio que lo rodea es descaradamente un ventanal hacia el alivio. Sólo la aparición de Jarcha, llevada hasta los medios por la guitarra bestial de Alfredo Lagos ¯hoy nadie hablará de él, pero su toque fue lo más importante que hubo sobre ese escenario¯, provoca un nuevo registro del jerezano en su cruce por bulerías. Todo el argumentario que Gamboa y Antonio Álamo ponen sobre el papel es, en definitiva, papel mojado. Que ya se sabe que el papel lo aguanta todo. A la hora de la verdad, sobre las tablas no hay más hilazón que el circo diabólico de un genio capaz de levantar cualquier obra muerta a base de compás y de gracia. Pero todo eso que Diego Carrasco tiene dentro, que es único, no necesita nombre ni guión. Es flamenco porque lo hace él. Ya está. El resto es un circo divertidísimo que se quema en las llamas del diablo de Jerez cuando le mete fuego a las fronteras.