Tribuna

El patio de Las ventas

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El patio de cuadrillas de Las Ventas es un lugar angosto entre dos paredes de ladrillo rojo y dos puertas que encierran una rampa de lanzamiento al miedo. Cada tarde por San Isidro, se llena mientras suena un pasodoble lejano cuya letra habla de manolos y manolas y enfrente, en la luz, se dibujan las cabezas minúsculas del público, dispuestas a comerse a los toreros. Es un patíbulo y un vestuario, por eso a las seis y media, mientras en los salones meriendan los críos de España, en el patio se ciñen los capotes y se encomienda cada uno a quién pueda antes de la hora de la verdad absoluta. Es un sitio con mucha gente en la que todo el mundo está solo, por eso allí se saluda sin ver y se traga sin saliva; se habla mucho y no se dice nada y aunque se asiente con la cabeza, tampoco se escucha si no es el corazón aporreando los tímpanos o un pitido interior y molesto, como una señal de desmayo inminente, de fibrilación mortal y también de vida.

Huele a muerte, a podredumbre, a animalidad y a colonia. Hay oro y moscas. Tiene algo de paredón y de cueva de Platón y si uno deja de escudriñar el rectángulo de cielo que se abre arriba en busca de respuestas y de santos, y mira hacia abajo entonces verá que en el suelo se mezclan las zapatillas de torear y las colillas de pitillos y cigarros habanos apagados demasiado pronto. Si se para uno a pensar -allí no se puede pensar- no habría mejor escenario para la sinfónica de Londres tocándose algo de Wagner, o la Creedence, Battiato o los Sex Pistols, qué importa. Como la cubierta del 'San Juan Nepomuceno' en plena refriega en Trafalgar o la entrada al callejón de la plaza de Pamplona con una manada de Miuras babeando las espaldas, el espacio que nos ocupa es de esos lugares en los que uno daría una mano por entrar y la otra por salir. Es el infierno y la gloria, por eso se basta para justificar y comerse mil vidas y mil muertes. Las que le pongan por delante.