Puestos a buscar una explicación, cabe pensar en la sombra alargada del 11-M. Y es que ZP y Rajoy se juegan mucho más que el gobierno de España en los próximos cuatro años. Se juegan, en modo retrospectivo, la credibilidad del 14-M. En el caso de ZP, la victoria de hoy ahuyentaría en gran medida los fantasmas de entonces, por mor de una ecuación sencilla: si ha vencido ahora por méritos propios, ¿por qué no pudo hacerlo hace cuatro años? Tratándose de Rajoy, léase lo contrario: su victoria ahora insuflaría grandes dosis de verosimilitud a la teoría de que ZP jamás hubiera vencido de no producirse los atentados. Así pues, el 9-M ha de despejar dudas y situar a cada cual en su lugar en la historia reciente de España. Y es indudable que el perdedor lo será por partida doble.
Acaso ahí esté la razón de este inusual despiece del bienestar en vales personales e intransferibles, en este espectáculo donde los candidatos arroban al pueblo a fuerza de rancheras y milongas caribeñas. De ahí también la divinización de los debates televisivos, con su trampa y cartón evidentes, pues reducen a sordina los proyectos políticos en pro del individuo: ZP versus Rajoy, con un fondo rojo bermellón o azul intenso. Sin embargo, a poco que el ciudadano analice la cascada mágica de soluciones que emana del rostro maquillado de los actores, advertirá que con pellas de yeso quebradizo se cubren las fallas de la sociedad española, pero no se reparan.
Como tampoco puede cifrarse en el dominio de la apostura televisiva la coherencia, honestidad y credibilidad que el ciudadano exige a quienes aspiran a tan altos menesteres. Por suerte para los políticos, no todos los electores sabrán separar el trigo de la paja, y ahí, en ese río revuelto, pescan. Lo hacen desde siempre.
El cebo son las promesas, las que nunca se cumplirán y las que, pasados unos meses, habrán quedado reducidas al humo efímero de los barcos.