Donna McBride llora al ver cómo ha quedado su casa en Lindenhurst, en el Estado de Nueva York, después del paso de 'Sandy'. :: LUCAS JACKSON / REUTERS
MUNDO

La falta de servicios colapsa Nueva York

La ciudad vuelve a la vida antes de que pueda hacerlo y hunde a sus ciudadanos en el caos más absoluto

NUEVA YORK. Actualizado: Guardar
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Nueva York volvió ayer a la vida antes de que pudieran hacerlo los servicios urbanos, y con ello la gran metrópolis se hundió en el caos. Sin metro ni trenes, pero con buena parte de los puentes y túneles reabiertos, la única forma de entrar a la Gran Manzana era en coche. El tráfico desordenado en una urbe donde 760.000 personas siguen sin luz, sin semáforos, gasolineras o un hueco para aparcar provocó el apocalíptico Armageddon que todo el mundo había vaticinado para Los Angeles.

«Esta ciudad no puede soportar este tráfico», sentenció alarmado Michael Bloomberg. A grandes males, grandes remedios. El alcalde anunció que a partir de hoy solo se permitirá la entrada por los puentes a aquellos coches de «alta capacidad» que transporten al menos a tres personas. Las autoridades han decidido también reabrir el metro y el tren, aunque sea de forma muy limitada.

En el sistema de Metronorth, que comunica por tren a los residentes del norte del Estado, su presidenta explicó que la línea del Hudson «continúa bajo el río», pero la de Harlem «prácticamente está intacta». En el metro, donde todavía hay «millones de litros de agua», las autoridades abrirán esos tramos de las líneas que no tienen que pasar por la mitad sur de Manhattan, convertida en una ciudad fantasma. No se atrevió a prohibir a los niños que ayer, día de Halloween, fueran puerta por puerta pidiendo «truco o trato», pero canceló la famosa cabalgata que atraviesa el West Village y advirtió que «hoy ninguna calle de Nueva York es segura».

Desde que la riada de agua de mar del huracán Sandy inundase la central de eléctrica de la calle 14, provocando tres explosiones, en Manhattan hay dos Nueva York que se tocan en la calle 37.

Mientras el lunes por la noche en la avenida C del East Village sus habitantes caminaban en agua hasta la cintura y algunos perdían todo lo que tenían, los vecinos acaudalados del Upper West hacían cola en el bistró francés de la calle 86. «Aquí ni siquiera se oía el viento», aseguraba uno de ellos. Hubo algunos cambios en su vida. Por primera vez vieron cerrada la cadena de cafeterías Starbucks y la de librerías Barnes & Noble, y el pánico colectivo les llevó a aprovisionar comida y bebidas para el resto del año.

Por lo demás, fue como una gran tormenta que dejó muchos árboles caídos, particularmente en Central Park, y las calles cubiertas de hojas. Al día siguiente los camiones de basura ya se habían ocupado de limpiar las vías, los niños se tomaban fotos en los árboles partidos por el histórico 'Frankestorm', y las familias se paseaban por las calles aprovechando esos días de asueto sin trabajo ni colegio. «Se está hasta más tranquilo, porque no se oye el traqueteo del metro», aseguraba uno.

Ayer en la calle 8, Tony Lemon seguía bombeando agua fuera de su casa con un generador de gas. Algunos vecinos aprovechaban para recargar allí sus iPad y de paso intentaban reconfortarle con una palmadita en el hombro por haberlo perdido todo. Cuando el agua de su planta bajó hasta la cintura, su hermano se aventuró a evaluar los daños de una casa que había estado 24 horas completamente sumergida bajo el agua. «Me ha dicho que todo lo que teníamos está ahora en la cocina», informó. En el portal, la compañía propietaria del edificio donde algunos pagan hasta 4.000 dólares (3.000 euros) de alquiler ha colgado un cartel de aviso: «Debido a los daños sufridos por el huracán, les informamos que incluso cuando vuelva la luz no podremos proporcionar calefacción ni agua caliente durante muchos días».

¿Cuántos? Se preguntaba todo el mundo en el Bajo Manhattan. Allí donde se apagan los semáforos y una espesa oscuridad engulle el cuarto sur de la Gran Mazana, la impaciencia ha empezado a cundir. Al anochecer, el otrora bullucioso Village parece un peligroso gueto iluminado solo por las luces de las patrullas de policía, que vigilan los grandes comercios y las sucursales bancarias para disuadir a los saqueadores. «Hey, Lucy», gritaba sarcásticamente un afroamericano de los pisos de protección oficial de la avenida D a una vecina. «Si no es una joyería de diamantes no saquees nada».

La Policía tiene en esa zona una de sus principales comisarías no está para bromas. Una interminable ristra de grúas azules se alineaba esa noche en la avenida C para retirar las furgonetas que quedaron flotando lastimeramente.

Noches de blues

La única esquina donde ha vuelto el bullicio es en Bleecker con la Septima avenida. Allí el pizzero ha decidido que teniendo un horno de leña quién necesita luz. Y a diferencia de otros restaurantes y supermercados, a los que se le ha empezado a pudrir la comida, éste se quita de encima el producto en triángulos napolitanos. «¿Dónde has comprado ese café?», preguntó excitado un joven al técnico de mantenimiento que se paseaba con un vaso del Dunkin Donuts. «En Brooklyn», le decepcionó. A la impaciencia natural de los estresados neoyorquinos la espera hasta que se reanuden los servicios empieza a desesperarles. Para qué hablar del costo económico, que se mide en decenas de miles de millones de dólares.

Por las noches, las radios de pilas triunfan sobre la televisión, el vídeo o Internet. En algunas emisoras se abren los micrófonos a quienes dan pistas de dónde encontrar enchufes para recargar los teléfonos o tener cobertura. En otras suenan especiales de blues para una noche de huracán, con temas como 'Stormey Monday', 'Cold Rainy Day' o 'Hurricane Blues'. Pero quien ya no toca en la Avenida B es el fantasma de Charlie Parker. La riada entró en la que fuera su casa y varios jóvenes tuvieron que ayudar a la anciana fotógrafa que custodia su legado.

Sandy pasará a la historia como el ciclón más devastador de Nueva York, pero con la Bolsa abierta, los aviones aterrizando en el JFK y el metro se pondrá simbólicamente en marcha a partir de hoy, los empresarios no dan más tregua a sus trabajadores. Tria López se quejaba de eso ayer mismo mientras bajaba las escaleras a oscuras, después de haberse lavado con toallitas húmedas y dispuesta a dar un largo paseo hasta enlazar con los autobuses gratuitos que contribuyen al caos del tráfico. «Si no voy, no me pagan, y encima de que voy a tener que reemplazar todo lo que tenía en la nevera y en el trastero, solo me faltaba quedarme sin cheque».

Probablemente algún saxofonista del Village encontrará inspiración para esta extraña noche en Halloween, pero de momento la música ha perdido su ritmo en esta zona de Manhattan, más distante ahora de sus vecinos de Central Park.