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La derrota de ETA, escenificada el jueves en el comunicado en que la organización terrorista anunciaba el abandono de las armas, marca un punto de inflexión en la Historia de España y en la historia de personal de cada uno de nosotros. En las grandes palabras y en las vidas personales. Este pequeño país, tan castigado por la crisis, tan humillado en sus sueños de grandeza, respira de pronto aliviado, siquiera sea por un segundo porque aún queda camino hasta el definitivo final, y se sacude décadas de dolor y de lágrimas. Porque el horror ha sido tanto y tan persistente (43 años, 829 muertos, millares de heridos, más de medio centenar de secuestrados) que no ha dejado indemne a un solo trozo de territorio, incluso más allá de los límites físicos. Ví hace años cómo los españoles en Chile lloraban un atentado como si estuvieran aquí, como todos.

El terrorismo ha impregnado nuestras vidas, de manera más o menos cercana. Cuando supe la noticia mandé mensajes de felicitación a amigos policías y guardias civiles que sé que han luchado y luchan contra ETA y que pasaron su particular calvario en destinos de riesgo. Les dí las gracias. Su contribución ha sido decisiva para llegar a esta victoria. Sin una organización diezmada por las detenciones, constantemente desmantelada, no habríamos llegado a este punto.

Luego escribí rápidos mails a mis colegas del País Vasco, que no estaba la tarde para perder un segundo en charlar. Las ediciones de los periódicos del día siguiente quedan para la historia. Es difícil no emocionarse ante las portadas de El Correo y el El Diario Vasco, como un grito: Por Fin. Tantos años después, tanto dolor, tanta presión, daba en estas páginas extraordinarias de análisis, de recuento, pero sobre todo de esperanza. Esta vez va en serio, aunque no hay que fiarse, aunque quedan problemas por afrontar hasta conseguir la entrega definitiva de las armas y es preciso un enorme esfuerzo de reconciliación. Los periodistas han sufrido en primera línea el chantaje y la violencia, sin ceder, incluso han contribuído con valentía y palabras claras a poner las cosas en su sitio. Pienso, por ejemplo, en Jose Mari Calleja, que destapó la caja de los horrores y tuvo que vivir con protección durante muchos años, fuera del País Vasco; en José Gabriel Múgika, el director del Diario Vasco, que mandó a su familia a Madrid, pero él siguió a pie de obra, día a día, después de enterrar al director financiero, asesinado en el aparcamiento del periódico donostiarra...

A todos, quiero decir, nos ha tocado de alguna manera esta tragedia nacional. Sobre todo, a las familias de las víctimas, a las que nadie podrá nunca reparar el daño. Les toca ahora aún seguir manteniendo alta su memoria, el relato de lo que ha pasado, para que nunca nadie logre falsear la historia. ETA aún les debe pedir perdón, como reclama la viuda de Alfredo Suar, desde El Puerto de Santa María. Ese momento llegará, porque el combate no ha terminado.

lgonzalez@lavozdigital.es