Un integrante de las fuerzas de Gadafi habla con los periodistas desde la cama de un hospital de Misrata, donde se recupera de sus heridas. :: C. SIMON / AFP
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El dictador libio vuelve a engañar al mundo

Un día después de anunciar la retirada de sus tropas de Misrata lanza un feroz bombardeo que deja otro reguero de muertos

MISRATA. Actualizado: Guardar
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El juego sucio de Muamar Gadafi martirizó ayer Misrata tras el falso anuncio de la retirada de sus tropas, que en realidad no fue nada más que otra de las trampas del dictador. «Trampa» era, precisamente, la palabra más repetida ante la puerta del hospital de Hikma, donde la sangre de las ambulancias se lavaba a cubos de agua nada más descargar a los heridos para que pudieran salir rápidamente a por más. Heridos por «bombas trampa», denunciaba el director médico, Mohamed Fortia, en alusión a los explosivos presuntamente dejados por los secuaces del tirano dentro de coches y cadáveres para que reventaran al mínimo contacto.

El recuento de ingresados se hacía entre estallidos lejanos, el estruendo de morteros, disparos continuos y tableteo de metralletas, solo ahogados a veces por el canto obsesivo de «Alá es el más grande, Alá es el más grande» y el alarido de dolor de los familiares cuando de la clínica salía una camilla con un muerto. Trece durante la mañana, que se suman a los 28 del sábado. «Nos están disparando con francotiradores en el centro de la ciudad», aseguraba un miembro de un grupo de rebeldes llegado para acompañar a otro malherido. «Bombardean igual que antes, están pegando fuerte en el este y en el sur, aquí no ha cambiado nada».

Las informaciones que algunos manejaban en el hospital insistían, no obstante, en que la mayor parte de las fuerzas del sátrapa se habían replegado a las afueras de la localidad -«veinte kilómetros», según un celador optimista- y estaban a la espera de órdenes. El miedo de la mayoría es que se esté preparando la gran ofensiva. «Misrata es la tercera ciudad, no va a entregarla por las buenas... Nos tememos lo peor», explicaba Ahmed, uno de tantos que consumen el tiempo en la sala de espera consolando tragedias ajenas.

Nadie creyó el viernes las palabras del viceministro de Exteriores, Jaled Kaim, diciendo que los hombres de Gadafi iban a abandonar Misrata, el enclave asediado hace ocho semanas y cuya caída definitiva en manos insurgentes -explicaba uno de sus portavoces- «significaría la de Trípoli y de otras zonas». Y menos cuando el régimen vinculaba el supuesto repliegue con una confusa entrada en escena de «las tribus de la región», que intervendrían en lugar del Ejército dispuestas a negociar el fin del conflicto. Misrata no es tierra de poderes tribales dominantes, y nada se sabe sobre su lealtad o no al régimen.

«Una fachada»

«Esto puede ser una fachada para utilizar más guerrillas de tipo insurgente sin uniformes ni tanques», sospechaba desde Londres el secretario del Foreign Office, William Hague, en declaraciones a la BBC. En todo caso, Kaim reformulaba ayer sus anuncios iniciales, precisando que el Ejército del dictador no iba a evacuar la ciudad sitiada, sino «simplemente a suspender sus operaciones». Tampoco lo hicieron, la sangría siguió siendo la misma.

El miedo ha convertido Misrata en un laberinto fantasmal, donde más allá de las ambulancias y los combatientes, nadie se atreve a moverse. Las fachadas en el barrio de Shawahda, en la embocadura de la calle Trípoli, la arteria donde se han librado algunos de los más feroces enfrentamientos, están quemadas y completamente perforadas por los impactos. No hay forma de comunicarse con el exterior si no es vía satélite, la telefonía doméstica tampoco funciona y la televisión pública emite sin parar proclamas y mítines rocambolescos de apoyo a Gadafi. Una tormenta de arena desatada en la ciudad portuaria añadió a la atmósfera un tinte siniestro. Misrata cuenta más de mil muertos en lo que va de guerra, y aunque todavía hay miles de trabajadores extranjeros que intentan ser evacuados a sus países de origen, la población local se resiste a dejar sus casas.

El sábado, en una de sus primeras misiones, un avión no tripulado norteamericano Predator destruyó en el oeste de Misrata una lanzadera de cohetes que estaba siendo utilizada contra civiles. Los vecinos de la ciudad se encogen de hombros cuando se les pregunta sobre si la OTAN está ayudando a sacarles del asedio que padecen. «Es difícil saberlo -reconoce con resignación un médico de nombre Ibrahim Baiou-, es muy confuso identificar aquí quién dispara qué y contra quién».

La gran preocupación, no obstante, es otra: que desde el exterior se les proporcionen armas con las que poder hacer frente a la superioridad bélica de Gadafi. «Confiamos en Sarkozy, el fue el primero en reconocernos y será el primero en dar ese paso», sentenciaba el patrón de un pesquero que ayer llegaba procedente de Bengasi con una veintena de jóvenes insurgentes para luchar en la guerrilla urbana de Misrata.