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La cultura Nescafé

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El agravio es pariente de la injusticia, hermano del engaño, hasta primo lejano de la envidia. Incluso como «humillación» lo define la Real Academia. Es una de las palabras prohibidas, inconvenientes en el entorno social, oficial, hasta en el más pequeño núcleo laboral. Menciónela y verá cómo se tensan los músculos de la cara del otro.

Al inyectar «corrupción» y «Andalucía» a google o cualquier hemeroteca aparecen cien mil ejemplos recientes y cercanos. Todos encienden en la cabeza del lector una inconfesable frase: «¿por qué ellos y yo no?». Encuentra el buscador a una alcaldesa que convierte en asesor forrado a su esposo. A un alcalde que no cree que 7,8 millones de euros perdidos de las arcas que custodia sean su responsabilidad. A ocho centenares de trabajadores considerados sordos, inválidos permanentes, aunque jefes, médicos, paganos y compañeros sepan que es radical, públicamente falso. Y ni una palabra. Quizás risa. Si busca un poco, encuentra a un concejal granadino que firmó la compra de sillas para un desfile a una empresa que, casualmente, era suya. Dijo no saber que estaba mal. O a la mujer de no sé qué torero que buscó a no sé qué policía local para que le tangara una pensión vitalicia a su mamá. O dos altos funcionarios de Lora que, presuntamente, se inventaron una identidad falsa para cobrar una nómina que no les tocaba. Sobre todo, últimamente, a poco que busque y casi sin hacerlo, se topa cualquiera con una trama espesa, larga, de militantes y satélites, que se metían por la cara en expedientes de regulación de empleo para conseguir mediante favores entrecruzados lo que Nescafé les niega por sorteo: un sueldo para toda la vida sin salir de casa. Decenas de empresas, sin siglas, se beneficiaban de esos expedientes y otras, también sin más ideología que la plata, mediaban, medraban.

En algunos de esos casos, hay un paraguas que todo lo tapa: la legitimidad. Muchas de esas actuaciones se perpetraron con la excusa de que la Ley las permitía. Una vez que decidimos cagarnos sobre la obligación del ejemplo entre nuestros representantes y responsables, los políticos y los otros, el imperio de la mentira, el prestigio de la picaresca y la burla de cualquier viso de honradez se convierten en una capa grasa tan densa que ciega por opaca. Lo que nos diferencia de la economía alemana, de su cultura, es que allí acaban de ver a un ministro dimitir porque mintió sobre una tesis en el currículum. Aquí, todos los mentados siguen en la función pública, sin renuncia, cese, disculpa o rectificación. Muchos de los que actuaron así, de los beneficiarios y ‘benefactores’ creen que hicieron bien, estaban en su derecho. El socialista alcalde de Torre Alháquime dice tener razón y experiencia para acceder a un puesto en la Junta, que concede otro socialista, gracias a un discutible paso por la condición de parado y gracias a certificados que le han firmado sus concejales, también socialistas. Cree que ha hecho lo correcto y lo más grave de todo es que probablemente no mienta. Lo cree.

Si tuviera razón, pudiera ser que, después de 30 años, hemos degenerado en una masa que sostiene una suerte de PRI mexicano solo que, afortunadamente, lo que allí era violencia brutal crónica aquí es timo cotidiano. Un sistema que tapa, valida o consiente tantos engaños diarios y obvios nunca puede sobrevivir tanto sin estar sostenido por una población que comparte deformidades. Resulta espantoso pensar que todos esperamos nuestro turno (una pensión por una dolencia falsa, un cuelo para un empleo sin sentido y para el que no estamos cualificados, una jubilación adelantada e inventada…). Parece que nos dividimos entre los que han hecho trampa y los que aún no han podido, que estamos esperando que salgan unos para entrar otros, para buscarle algo a los nuestros, a los míos, con razón o, preferentemente, sin ella.

De otra forma, si los honestos invisibles fueran tantos, resultaría imposible entender su silencio, resultaría inexplicable digerir cómo los que han tenido prebendas le roban un ERE al que lo necesita para pagar tres facturas básicas. Es incomprensible la sangre gorda de los que precisan de una pensión por invalidez que les corresponde mientras ven cómo se subastan. Es insufrible la parálisis de los jóvenes capacitados cuando el empleo que les niegan acaba en manos de un inepto con padrino. Si la mayoría estuviera formada por honrados ciudadanos (“pringados” según la otra versión), de esos que no tienen ganas ni necesidad de que nadie les eche un cable, de los que no tienen carné o pariente de partido o sindicato, ni pertenece a vieja secta religiosa o concertada, todo esto no estaría sucediendo aquí. Pero no ahora… Hace 20 años.