Otsuchi se ha convertido en una ciudad fantasma. :: P. M. DÍEZ
MUNDO

Tsunami atómico en Otsuchi

OTSUCHI. Actualizado: Guardar
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En Otsuchi, un pequeño pueblo pesquero al noreste de Japón, el mar daba la vida y el mar la quitó. La mitad de sus 19.000 vecinos siguen enterrados bajo la madeja de escombros y barro que dejó el tsunami. Refugiada en los pocos edificios que aún quedan en pie, la otra mitad los busca desesperadamente. Saben que solo pueden hacerlo en un sitio: el gimnasio de la escuela primaria, que sobrevivió a la ola gigante al situarse en el interior.

Bajo el sol naciente de la bandera japonesa y una pancarta que anima al equipo local a dar «lo mejor de ti mismo», decenas de cuerpos envueltos en bolsas azules salpican el parqué. Alrededor de ellos pululan angustiados los supervivientes que tratan de localizar a sus parientes, escrutando las listas de fallecidos y las hojas con datos personales que descansan sobre los cadáveres no identificados.

Doce días después del tsunami, así encontró ayer Kini Miura a su hermano mayor, Kizuo Komatsu, de 78 años. «Había salido de casa con su esposa y la gran ola se los tragó», se lamenta la mujer, mientras los hijos del difunto se llevan en una furgoneta el ataúd para incinerarlo. En su desgracia, los Komatsu tienen suerte: otras ciudades barridas por el tsunami como Higashimatsushima ya han empezado a enterrar en fosas comunes a los muertos no identificados. Una aberración para los budistas japoneses, que respetan tanto a sus difuntos que no consienten periodistas en los depósitos de cadáveres. Por eso no se ven tantas fotos de muertos como en el tsunami de Indonesia.

«Poco después del terremoto, vino una ola de 20 metros arrastrando coches y casas ardiendo sobre el agua», relata Churo Miura, marido de Kini y cuñado del finado. En total, esta familia ha perdido a 12 de sus miembros, de los cuales han encontrado siete cuerpos y cinco siguen desaparecidos. Como la mayoría de los habitantes de Otsuchi, son pescadores y albañiles jubilados, lo que hace temer por la reconstrucción del pueblo porque los jóvenes prefieren emigrar a otras ciudades para estudiar en la Universidad o en busca de trabajos mejor remunerados.

Ropa y mantas

Como la ola gigante destruyó el Ayuntamiento y mató al alcalde y 28 funcionarios, el Gobierno ha instalado un puesto de mando en la escuela, donde además se han refugiado 600 damnificados que se han quedado sin techo. En la misma clase donde estudiaba Biología vive ahora Mutsumi Yamasaki, de 17 años. El tsunami ha hecho añicos no solo su hogar, sino también su sueño de ir a la Universidad. «Nos hemos quedado sin nada y estoy preocupada porque mis padres no tienen dinero; trabajaré para ayudarlos», promete embutida en un chándal que ha llegado en el reparto de ayuda humanitaria.

Para hacerse con ropa y mantas, Miwa Fujiwara camina una hora bajo la nieve junto a sus tres hijos de entre ocho y un año, al que trae a cuestas envuelto en un hato. Sin luz ni agua y a base de sopas cocinadas en hogueras, Miwa se cobija en casa de unos parientes. Una de las pocas que no se llevó la ola, cuya marca llega hasta la tercera planta de los bloques de viviendas.

En el puerto, la devastación es total. Hasta donde alcanza la vista, no queda nada en pie porque el tsunami arrancó de cuajo casas enteras que la fuerza del agua estrelló contra grúas y vagones en la derruida estación. Surrealista, un ferry arrastrado por la ola gigante aterrizó sobre el techo de un edificio. Cuando el mar se retiró, las llamas de un magma negro de lodo fundieron durante varios días coches y barcos reducidos a irreconocibles amasijos de hierros.

Entre las ruinas calcinadas, huele a madera quemada, goma derretida y muerte en descomposición. Ayudados por excavadoras, los soldados abren senderos en medio de un apestoso y oscuro vertedero de fachadas resquebrajadas, tejados descolgados y farolas retorcidas. En Otsuchi no pasó un tsunami, cayó una bomba atómica.