Palmeras

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Hoy en día es imprescindible estar puesto en redes sociales. Es como lo que pasaba antes con el furbo. Si no habías visto el partido no tenías forma de entrar en la conversación de los lunes que acompaña al cafelito. Una de las mejores cosas que te permiten las redes sociales es hablar de cosas de ‘majaras’, de esas cosas que sólo te interesan a tí y a tres más, pero que son muy divertidas. El otro día tuve ocasión de participar en un magnífico debate en facebook sobre las palmeras de chocolate y las de huevo, dos clásicos de la dulcería y dos disciplinas que deben apasionar a cualquier persona de bien que se precie. Luis Galán, un gaditano que sabe una jartá de palmeras, nos descubría al resto del mundo que las mejores que se elaboran en el universo son las que se hacen en Alhaurín donde una confitería (atención porque sólo con nombrarlo ya se te hace la boca agua) pone sobre el hojadre crujientito cuarto y mitad de nata de la de verdad, no de esa de los sprays que es como crema de afeitar pero comible. Una vez colocada esta se le superpone (hablo así porque me voy emocionando) una segunda capa, de chocolate. Al enfriarse este se forman dos crujientes, el del hojaldre y el del chocolate y en medio, cuan relleno, queda la nata que terminará pringándote to la barbilla y que te permitirá así otro placer, un lengüetazo para recogerla y llevarla a su sitio.

Las palmeras me transportan a la adolescencia, un periodo en el que la persona no se ha desarrollado aún gastronómicamente y aplica habitualmente la fórmula de cuanto más grande mejor. Me aficioné en esta época a los manoletes con un relleno de mortadela de aceitunas y/o ‘choperpol’ de grosor como las velas que llevan los penitentes del Medinaceli.

Pero también tenía pasión, bajo esta premisa de los grandes volúmenes, por unas caracolas de crema que vendían en las panaderías y que tenían también casi el tamaño de un manolete. Otros adolescentes, en mi misma predisposición por las tallas grandes, también tomaban unas grandes palmeras, casi tan enormes como las que hay en la Catedral y que cumplían los dos grandes mandatos del muerto hambre: eran baratas y te engollipaban. Objetivo conseguido.

Luego vendría el minimalismo con las palmeritas que inventó una confitería de Jerez y que llegaron a hacerse famosas en toda España. Ahora, 30 años después, he vuelto a reencontrarme con las grandes palmeras, pero esta vez exquisitas y no engolliponas. Completo esta reflexión contemporánea sobre la palmera recomendándoles una que hace el maestro pastelero Fermín Mesa en Sobrina de las Trejas de Medina , gigantesca, como todo en Medina, pero con un hojaldre memorable, crujientito. De camino a Fermín, le mando un abrazo porque me apetece, eah.