EL MAESTRO LIENDRE

TODOS A HOSTIAS

La semana comenzó marcada por una agresión y termina con otra más cercana

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Cabía esperarlo de un país que ha convertido en chascarrillo ubicuo el lema de una cretina catódica: «Yo, por mi hija, mato», dice la proclama, profunda como una sima oceánica, simplona como una obviedad compartida por casi todos desde que éramos simios.

La proclamación de esa cita como sacrosanto culmen de la protección maternal viene a recordarnos que fuimos lo que somos, un país que no sabe discutir, debatir siquiera, sin que la sangre alcance el punto de ebullición que cuece las entendederas. Qué gracia nos hacen los ojos rojos de ira.

Cabría pensar que por los hijos no hay que matar porque aspiramos a vivir en una sociedad en la que nadie les humille, amenace o agreda y, así, nos evitamos elegir entre levantar la mano o agachar las orejas. Si sucediera, nos ha costado siglos (y mucha sangre) dotarnos de un sistema de arbitraje que castigue cualquier ataque verbal o físico. Se llama Justicia.

Pero va a resultar que no creemos en ella. Ni en nosotros, ni en los otros, ni en nada. Que llevamos demasiados años contándonos mentiras a la cara o que hemos perdido la capacidad de oir la verdad, si es que eso existe. Así que hemos vuelto a la casilla de salida para tratar de arreglar las porfías a puñetazos.

Los niveles de violencia oral o escrita en este país son espeluznantes hace tiempo (unos tres siglos) y como las enfermedades mal curadas, la recaída llega cada poco. Miles de trabajos perdidos, privilegios sostenidos, derechos cuestionados, promesas fallidas, ajustes pendientes y una eterna campaña electoral forman una corriente demasiado fuerte para evitar la pulmonía.

Esa certeza de odios por superar, de prejuicios políticos, geográficos y de clase, de maneras franquistas y antifranquistas aún por digerir, el afán de destrucción del discrepante, disfrazado de corrección política, propició que la semana comenzara con el prólogo de una agresión.

El responsable de Cultura en el Gobierno de Murcia fue apalizado cerca de su casa. Fue un eslabón en semanas de excesos dialécticos, manifestaciones a casas de dirigentes públicos y acusaciones desmedidas por una y otra parte.

Acababa de pasar lo de Arizona. Muy lejano. Infinitamente trágico en comparación. Sucedió lo de Murcia, ya más acá, aunque sin paragón en gravedad. Y el miedo, más veloz que la luz, ya está aquí, con abismales diferencias entre los casos pero algún fondo común. De pronto, en una calle de Cádiz. Una anécdota comparada con los precedentes pero con el mismo poso negro que dejan el café y la amargura. El presidente de la Asociación de la Prensa gaditana es agredido (al parecer) por un extrabajador de Delphi.

Está de más saber si se trata de un conflicto personal entre ambos, derivado de un intento de agresión anterior. Sobra saber si uno tiene interpuesta una querella contra el otro por difamación. Resultan indiferentes las circunstancias.

La única premisa es que alguien ha golpeado a alguien por lo que escribe (ahora o hace 18 meses) y que esa reacción es una bochornosa derrota colectiva. Nos convierte en analfabetos sociales por más que sepamos leer. Si no medió insulto en los textos (no los encontré), no hay justificación posible a la salvajada. Si lo hay, la bofetada también denigra al que la da.

Tampoco merecen análisis las opiniones del agredido sobre el caso Delphi (comparto la mayoría de ellas) porque podría entenderse que si un columnista o bloguero tiene tal o cual parecer, se merece o no un cate. La única aspiración es que ningún parecer, aunque fuese el más absurdo, incluso falso, mereciera un golpe como respuesta.

No es casual. No es un incidente aislado. La sarta de comentarios celebrando o 'argumentando' la injustificable agresión demuestra que la edad de oro del anonimato y el insulto por correo son aún peores síntomas de la enfermedad, más grave de lo que parece. La bofetada puede ser un arrebato. Lo otro es una actitud. Sostenida.

Parecemos cansados de dialogar y, cada vez más personas o lo que sean, abrazan la religión que dice que una hostia a tiempo hace milagros. Una pena que no existan. Ningún golpe los obrará. La insistencia en la palabra es lo único que conduce a mejor vida. Esa que cae más lejos cada vez que alguien quiere contestar una opinión con una piña.