LOS LUGARES MARCADOS

Días de agosto

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Hay lugares a los que uno se liga de por vida. Allí se ha sido feliz o se han vivido emociones señaladas. No tienen por qué haber sido experiencias de ésas que se entienden por trascendentales. Quizá sucedió que una mirada nos sedujo, que una puesta de sol nos hizo llorar, que una canción sonó en el momento justo en el que la necesitábamos, o el diálogo de un actor puso las palabras precisas a nuestro estado de ánimo. Fueron acontecimientos que a ningún otro habría conmovido pero que a nosotros nos dejaron temblando, marcados de por vida.

Hoy se me viene a la memoria (caprichos de esa capacidad humana, tan voluble, tan enigmática) un mes de agosto de finales de los 70. Recuerdo uno de los últimos días de las vacaciones, el cine de verano en que era más fácil colarse a ver una película para mayores, los paquetes de pipas y los caramelos de regaliz Mastic que vendían en los intermedios. Las tardes eran más cortas y a la noche refrescaba, así que las madres nos obligaban solícitas a cargar con la rebeca de hilo sobre los hombros.

Los niños andábamos inquietos por la proximidad de la vuelta al cole y nos resistíamos a dar por acabado un verano que presentíamos que había sido el último de la infancia. Era como si supiéramos que al año siguiente seríamos muchachos y muchachas: hablaríamos de besos y de amoríos, algunos fumarían, otros se separarían de la pandilla para amistarse con adolescentes más crecidos. No volveríamos a mentir para que nos permitiesen entrar a ver Fiebre del sábado noche. Nunca sonaría igual el falsete de los Bee Gees para nosotros, ni nos sonrojaríamos de la misma manera a la salida, comentando las escenas más explícitas de Tony Manero o el baile mítico con Stephanie Mangano. Nunca volveríamos a ser inocentes.