Opinion

Calor y turismo

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A40 grados, con levante en calma detenido sobre nuestra cabeza y la sospecha de que esto no va a cambiar de momento, ¿qué puede hacer uno? Una ciudad sin playa es, en la sobremesa de los días de agosto, un inmenso espejismo, una imagen borrosa en medio del desierto. Sólo algún turista incauto deambula entre los veladores solitarios de los bares, preguntándose qué bomba atómica ha caído sobre ese lugar que parecía tan animado en los folletos de la agencia de viajes. «La calor, míster, la calor», le dice el único camarero desde el refugio del interior climatizado. Con un mapa desplegado en la mano y en la cabeza la 'gorra sudorosa de su equipo de béisbol favorito, el pobre turista se va poniendo rosa, luego rojo, hasta que renuncia al paseo bajo un sol que no es de este mundo, y cede a la promesa de «aire acondicionado y cerveza helada».

Nosotros no podemos ofrecer chiringuitos playeros con sombrillas y cócteles tropicales, ni un mar que refresque las horas del bochorno. Nuestra oferta es otra: a mediodía (y hasta las 6 ó las 7 de la tarde), siesta. Interiores sombríos, persianas bajadas, ventiladores en marcha y tumbarse a la pata la llana, para dormir, para leer o para ver lo que pongan en la tele (sin prestarle mucha atención, por respeto a nuestras neuronas). Y a la tarde, eso sí, volveremos a abrir la ciudad. Se levantará un airecillo perfumado de jazmín y de dama de noche que invitará a salir; comenzará el bullicio de las terrazas nocturnas -nada que ver con las del mediodía-, y hombres y mujeres hermosamente bronceados apurarán la noche hasta rozar la madrugada. Y el turista que se sofocaba unas horas antes, percibirá que hay vida después de la solana y del sofoco. Sólo que aquí, en agosto, como vampiros estivales, cambiamos el sol por la luna.