EL MAESTRO LIENDRE

POR LAS PAREDES Y LOS ÁRBOLES

La cercana campaña electoral, envuelta en la forzosa paranoia del ahorro, debe servir para desterrar la invasión de cartelería, folletos, vallas y publicidad anticuada

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Ahora que todos andamos a la búsqueda de gastos prescindibles, en cada poso de café se oculta una idea. Quizás porque hay muchas, porque todos sabíamos lo que nos sobraba incluso cuando éramos teórica e inmensamente ricos. Era fácil localizar lo que resultaba prescindible, lo que parecía un derroche inútil. Pero entonces (¿cuándo fue aquello, hace mil años?) apenas molestaba más que al sentido común. Ahora parece amenazar la supervivencia de nuestros sistemas de protección colectiva, de nuestra red social o, incluso, de nuestros caprichos más resistentes. Y, claro, hay menos humor para tolerar los dispendios que siempre fueron.

Aunque cada cual llevará una lista en la cabeza con la de dinero que podría ahorrarse si menganito o fulanito (siempre los demás, 'of course') dejaran de usar esto o aquello, parece que se acerca una ocasión ideal para hacer un ensayo general de austeridad administrativa. Se trata de la cita electoral municipal. Aunque, oficialmente, la llamada a las urnas será dentro de unos nueve meses, es ahora cuando se engendran las campañas, se eligen los candidatos y se fijan los proyectos. A la vuelta de vacaciones, la carrera ya será vertiginosa.

Ese otoño será el momento, por tanto, de plantear si ha llegado la hora inaplazable de modificar los usos y costumbres de los partidos políticos españoles a la hora de anunciar sus propuestas, sus representantes y sus modos. Nunca como ahora parecerá un dispendio estúpido, agresivo, molesto e inapreciable en lo ideológico eso de llenar las paredes de las ciudades de carteles, de convertir las avenidas en pasillos limitados por vallas en las que aparece aquello, ridículo por antediluviano, de «vote a...». Ese tipo de mensaje ha caducado, es caro, invasivo, antiestético, sucio, molesto, implica un gasto de papel enorme y debe de tener la misma capacidad de influencia que El Dioni en el G-20.

A todos se nos llena la boca con las revoluciones tecnológicas. Se ha escrito mucho del uso que Barack Obama hizo de las redes sociales e internet durante su campañas contra Hillary Clinton, primero, y contra John McCain, después. La red se ha convertido en el medio de comunicación presente y omnipresente para los menores de 40 años. Incluso los ligeramente mayores nos hemos subido a tiempo de aprender a manejar la nave. Resulta aburrido hablar de la potencia y las posibilidades de esta herramienta, maravillosa en manos decentes. Ahora se trata de dar ese saltito entre la teoría de barra de bar y la práctica diaria de nuestro ordenador. Ninguna vía más sencilla para recibir, almacenar y analizar cualquier tipo de mensaje electoral, cualquier propuesta programática, para conocer el rostro, la pose y la calaña de los que podemos elegir como representantes. Además, con la posibilidad de recibirlo en audio, en vídeo, en distintos formatos, en una frase telegráfica o en un discurso de 23 folios que leer tranquilamente en casa.

Con ese contenedor en las manos, quién necesita vallas ni carteles, qué propósito justifica los carísimos mítines a los que sólo van los convencidos. Si los dubitativos, los electores a conquistar nunca van a un polideportivo, mejor hacerles llegar el mismo mensaje a casa, sin necesidad de gastar 30.000 euros cada tarde en una gira agotadora para los que la hacen e intrascendente para los demás.

Ya sé que los abducidos por internet tenemos que aprender a respetar los tiempos, las edades. Si de los 40 años hacia abajo la pantalla es el único lugar del mundo en el que estamos todos, por encima de los 50 hay muchos miles de personas que merecen atención específica. En esas franjas, son muchos los que ni saben manejar un PC ni quieren aprender. Creo que se pierden mucho, pero están en su derecho. Los medios convencionales (prensa, radio y TV) completarán la tarea digital con la transmisión, sobrada, del mensaje pertinente de todos. Las frases que definan al candidato, sus proposiciones fundamentales, su sonrisa, su equipo, su plan. Pero ni siquiera esas personas ajenas al mundo digital prestan atención a toda esa parafernalia de las calles y las paredes, que también les molesta y tampoco les añade ni un dato necesario para elegir su voto.

Tenemos derecho a elegir la publicidad electoral que queremos, a pedir que sea más económica, menos contaminante. La pagamos nosotros. Los partidos políticos reciben transferencias del Estado, millonarias y porcentuales, para poder afrontar ese derroche que, más que proponernos ideas, persigue perpetuar prebendas. Pero ahora, aunque parezca contradictorio, los sindicatos, los partidos, la política y las ideas nos hacen más falta que nunca. Si no, los otros, los que sólo saben de cifras y no de siglas, nos terminan de estrangular.

Que venga la campaña, que la necesitamos, pero vamos a elegir bien cómo hacerla. Una vez que comprobemos que nos sobraban los carteles, las vallas y las banderolas, igual nos da por analizar cuánto de servicio público y cuánto de propaganda servil tienen esos carísimos juguetitos de la vanidad política llamados radiotelevisiones públicas. Da igual que sea Canal Sur que Onda Cádiz. Pero eso, igual, lo dejamos para la siguiente campaña. Por ahora, vamos a limpiar las calles.