Burbujas bajo el hielo

¡Brrrr, que frío!

Los aficionados al buceo ensayan nuevas experiencias en Panticosa

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Brrrrrr! Eso es lo primero que le viene a uno a la mente cuando ve a un buzo a punto de sumergirse en un lago helado mientras cae una copiosa nevada. Ni el neopreno del traje ni la gruesa capa de ropa que el buceador suele llevar por debajo parecen capaces de amortiguar la impresión. «El agua está a una temperatura de uno o dos grados pero los trajes de buzo han evolucionado tanto en los últimos tiempos que se puede estar un buen rato debajo del agua sin llegar a sentir frío», dice Óscar Mayor, instructor de buceo y organizador de cursos de inmersión bajo hielo.

El ibón (lago de montaña) de Ros Baños, en el Balneario de Panticosa (Huesca), es el único lugar de España donde es posible practicar esta peculiar modalidad de buceo. Situado a a 1.636 metros de altura, Ros Baños permanece cubierto por el hielo durante buena parte del invierno. El paraje, un antiguo circo glacial rodeado por paredones graníticos de cumbres que se elevan hasta los 3.000 metros, suele dejar boquiabiertos a los recién llegados. Ni siquiera las burdas construcciones levantadas al calor de la última fiebre del ladrillo con la incomprensible aquiescencia de las autoridades locales han conseguido romper el encanto del lugar, que si estuviese en cualquier otro país gozaría de una protección integral.

Las primeras inmersiones bajo hielo comenzaron a realizarse en Panticosa hace ya un par de décadas. Emulando a los aficionados de algunos países centroeuropeos que, a falta de mar, recurren a lagos y embalses para matar el gusanillo, los buceadores del club Osca-Sub, en Jaca, se internaron por primera vez en las profundidades del ibón en el invierno de 1990. Desde entonces la presencia de buzos en el Balneario de Panticosa durante los meses invernales ha terminado por hacerse familiar. «Bucear bajo el hielo ejerce una irresistible fascinación entre aficionados que buscan nuevas sensaciones», dice Víctor Orúe, de Osca-Sub.

La combinación de montaña, hielo y altura se ha revelado sumamente atractiva para los aficionados al buceo. «Seguro que a cualquiera que tenga un mínimo de curiosidad le gustaría asomar la cabeza para ver lo que hay bajo un lago helado», dice el instructor Óscar Mayor. ¿Y qué es lo que se ve allí dentro? «Algas, rocas y alguna que otra trucha que permanece aletargada», responde con presteza. El buzo explica que la capa de hielo suele estar muchas veces cubierta por nieve, lo que impide la entrada de luz. «En los días nublados se bucea prácticamente en la penumbra y hay que recurrir a las linternas para tener algo de visibilidad, pero cuando el sol brilla con fuerza se filtra mucha luz y el interior del lago se aclara bastante».

Las imágenes grabadas por algunos de los buzos que se han introducido en el ibón transmiten una sensación de irrealidad que tiene mucho que ver con esa luz difuminada que se refleja en las aguas más próximas a la superficie. «Cuando estás dentro –dice Mayor– tienes siempre la referencia del agujero por el que te introduces porque deja entrar un montón de luz, es como si una enorme linterna estuviese enfocada hacia el fondo del lago». El boquete que se practica en el hielo suele ser triangular para permitir que los buceadores tengan un mayor apoyo en los ángulos al entrar y salir del agua. «Antes se hacía con una sierra, como en los chistes, pero ahora recurrimos a una motosierra», sonríe el instructor. El hielo alcanza en los inviernos más fríos grosores de 40 o 50 centímetros, lo que convierte la operación de apertura del agujero en todo un desafío.

Vaselina en la cara

La protección contra el frío es fundamental. A los buzos se les equipa con los denominados trajes secos, que son totalmente estancos y permiten vestir por debajo prendas térmicas para conservar el calor. Con un traje húmedo, que es el neopreno que se utiliza normalmente para bucear en el mar, la hidrocución llegaría al cabo de pocos minutos dadas las bajas temperaturas. La parte más expuesta, la cabeza, se recubre con un gorro de látex y la correspondiente capucha de neopreno. «Solemos aconsejar que la cara, que es lo único que va a estar en contacto con el agua, se proteja con una capa de vaselina para suavizar el contacto con el agua fría», aclara Mayor.

Las inmersiones suelen durar unos veinte minutos. Los aficionados reciben antes un pequeño cursillo teórico en el que se les explica lo que se van a encontrar y cómo deben reaccionar ante cualquier posible emergencia. La altura, advierte Mayor, hace que la presión atmosférica no sea la misma que a nivel de mar, circunstancia que aconseja incrementar los márgenes de seguridad. Las inmersiones se hacen por parejas. «Entran unidos por un cabo guía atado a la superficie que sirve de referencia y que permite saber también si todo va bien con un código de tirones», explica al instructor. En superficie permanece siempre otra pareja de buzos lista para la inmersión en caso de emergencia.

Los cursillos suelen congragar a una veintena de personas. Casi todas ellas tienen experiencia de buceo y se adaptan sin demasiados problemas al entorno ‘polar’. «Alguien que ha buceado de noche en el mar está perfectamente capacitado para hacerlo bajo el hielo siempre que se prepare para las bajas temperaturas», dice Mayor. ¿Y la claustrofobia? Permanecer bajo el agua sabiendo que hay una gruesa capa de hielo que impide asomarse al exterior puede llevar a más de uno al borde de un ataque de pánico. El instructor asegura que en los diez años que lleva impartiendo cursillos no se ha topado con ningún caso así. «En el buceo –reflexiona– es muy importante la concentración y el control mental y por eso es difícil que alguien pierda los papeles cuando está bajo el agua». Lo que desde luego no faltan en el lago de Panticosa son razones para mantener la cabeza fría.