hoja roja

Caprichos de la memoria

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A la memoria le pasa como a los metales, que son brillantes, dúctiles y maleables –recuerde sus años de pupitre– y resistentes en mayor o menor medida al paso del tiempo, según su dureza. Y también le pasa a la memoria –sin ser material– como a la materia, que puede transformarse pero que ni se crea ni se destruye del todo. Tan devastador y potente es su efecto que puede incluso llegar a modificar por completo la realidad confundiéndonos y haciendo del recuerdo el trampantojo con el que decoramos las estancias del pasado. Por eso es tan frágil y selectiva la memoria, porque hay cosas que es mejor archivar fuera de los límites de la nostalgia.

Hace un año andábamos de Bicentenario, –¿se acuerda todavía o ya ha desechado por completo el disfraz de orgulloso ciudadano que vive en un sueño?– y creímos entonces que la sombra de nuestra ciudad refrescaba a un país que por ese entonces empezaba a calentarse demasiado. Creímos que aquel día de primavera adelantada nos garantizaba otra primavera en la que podríamos conjugar el futuro. Hicimos bien los deberes y nos tiramos a la calle para ver cómo la ciudad se convertía en un mundo de ficción igual que el del senador Onésimo Sánchez de García Márquez, –no está mal releer el cuento de cuando en cuando– y para contemplar cómo «los aceites de la felicidad harían crecer legumbres en el caliche y colgajos de trinitarias en las ventanas». Y prendimos en nuestros corazones aquella escarapela –un poco mamarrachera– que nos legitimaba como ciudadanos del centro del universo. Y nos lo creímos. Y corrimos estrenando las calles y nos bebimos el aire limpio de aquellos días tan azules, ¿se acuerda? Y poco más. No hay por qué forzar los recuerdos ni aliñar la realidad, por muy cruda que nos resulte. Una cosa es lo que pasó y otra muy distinta es lo que nos hubiera gustado que pasara.

Esta semana, por aquello del aniversario, se hacía balance –otra vez– de lo que supuso para nuestra ciudad la celebración del Bicentenario. Y, en efecto, todas las voces coinciden en lo del brillo y el oropel, como si el recuerdo nos hubiera cegado por completo. Pero es ahí, justamente donde actúa el bálsamo de una memoria selectiva, maleable y consentida. Una memoria caprichosa.

Desde quienes dicen que aún es pronto para valorar los efectos en la ciudad –¡y eso que ha pasado un año!– hasta quienes se contentan con la de hermanamientos que nos están pidiendo desde Iberoamérica, pasando por lo que apuran un vaso que ya traían medio vacío y se colocan directamente en la frontera de la hostilidad, nadie ve la realidad de la misma manera.

La memoria, no hay que perderlo de vista, es como los metales, brillante, pero dúctil y maleable. Muy maleable. Por eso, aprovéchese y moldéela usted mismo, antes de que la historia se encargue de darle un tinte de oficialidad borrando todo rastro de «yo sí que estuve allí» y quédese con aquello que le conforte el ánimo. Recree un Bicentenario a la medida de sus necesidades y deje correr todo lo demás. Al fin y a cabo, nadie estará aquí para contarlo en el Tricentenario.