hoja roja

Romances para una crisis

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Si alguna habilidad nos queda de cuando fuimos monos es la satisfacción de reconocer que la mejor leña se hace con el árbol caído. Es más rápido, más fácil y sobre todo más divertido jugar a la carroña con el primero que pega un resbalón. Y en estos terrenos pantanosos en los que nos movemos, no es suficiente andar con pies de plomo. No entraré en el chiste fácil de lo que fuma Fátima Báñez porque hay pecados, como el suyo, que ya llevan implícita la penitencia, y sobre todo, porque más allá de los brotes verdes –ay no!, que eso era del antropólogo optimista– hay demasiadas cosas por las que preocuparse en este mundo al revés. Por ejemplo, que los jubilados tengan mayor poder adquisitivo que los jóvenes, y por tanto mayor capacidad para gastar, algo completamente ilógico en una sociedad que intenta, o por lo menos lo dice, salir de esta crisis económica, porque un mundo sostenido por abuelos no puede llegar muy lejos. O que el pleno municipal de esta ciudad repruebe, a propuesta del grupo socialista –como si en ello se les fuera la vida– casi un mes después de su dimisión, a Castelao por sus despreciables declaraciones. O que en medio de la tempestad el Ayuntamiento siga jugando al monopoly con cada edificio que se quede vacío, reuniendo un parque inmobiliario de centros culturales insólito para esta ciudad cada vez más encerrada en su propia incultura.

Pero, en fin, el mundo se ha puesto patas arriba y no hay más que verlo. Hay señales, que diría la ministra Báñez. Señales de que hemos perdido por completo el rumbo y de que vamos por unos derroteros inciertos guiados por el sentido de la desorientación. Dice el rey que desde fuera se ven mejor las cosas que desde dentro. Claro, y desde arriba se ven siempre mejor que desde abajo. También debió ver el monarca las señales para afirmar algo como que España saldrá adelante ‘con el cuchillo en la boca y con una sonrisa’. Nunca pensé que Miguel Hernández había calado de esta manera, –«serán mañana /cuando en la dentadura / sientas un arma»– porque no hace tanto que las Nanas de la cebolla se han convertido en la canción de cuna preferida para los casi seis millones de parados que pesan sobre nuestras espaldas. «En la cuna del hambre /mi niño estaba» gritan los padres desahuciados que aún tienen sueños para sus hijos, «Ríete, niño/ que te traigo la luna / cuando es preciso».

Después de todo, va a resultar que no son tan malos tiempos para la lírica. La poesía, al fin y al cabo, no es más que un entretenimiento del alma, un conjuro para espantar los miedos. Así lo hemos hecho durante generaciones, así lo hacían nuestros abuelos, aquellos juglares que iban de pueblo en pueblo cantando romances. Y hablando de romances, lo de Fátima Báñez y sus señales –como las de Abenamar– no deja de tener su punto, aunque todos sepamos que lo de la recuperación es mentira. No estaría de más recordárselo, al fin y al cabo, lo dice el romance «siendo yo niño y muchacho / mi madre me lo decía / que mentira no dijese / que era grande villanía».