opinión

El arte de los finales

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Todos los seres humanos nos hemos visto obligados a acatar la ley de la gravedad sin previa votación, pero hay otras disposiciones que deben ser sometidas a un cierto consenso. Es un gran avance, siempre interferido por los hechiceros, que se nos conceda a quienes estamos en vísperas del último viaje el derecho a la sedación terminal y a rechazar tratamientos que sólo mejoran la contabilidad de las clínicas especializadas, pero nos falta el gran paso final. Algún día seremos capaces de admitir la eutanasia a petición propia y reiterada, ante dolores insufribles que quienes los padecen opinan que no son ni soportables, ni engrandecedores.

No hablo por experiencia, sino por caridad. A mí no me ha dolido nada nunca, salvo una ridícula fístula hace más de sesenta años. Se me curó con ginebra. Tampoco me ha dolido España, a pesar de ser una dolencia unamuniana. Aunque seamos todos «seres para la muerte» habrá que llegar a un acuerdo sobre la dimisión vital, ya que morirse es un acto que todavía pertenece a la vida y nadie casca sin el trámite previo de estar vivo.

Vamos a tener derecho los españoles de rechazar tratamientos que prolonguen el martirio y a ser atendidos en casa, ya que ahí se está mejor que en ninguna parte. También se nos concede el privilegio de pasar la agonía en una habitación individual, para molestar al menor número posible de contemporáneos. El anteproyecto de Ley Reguladora de los Derechos de la Persona ante lo que llaman proceso final de la vida supone un avance. Insuficiente, por supuesto, pero un avance. Reprueba el suicidio asistido y elude la posibilidad de elegir, ante el laberinto que es el mundo, cuál es la puerta de salida. Ante cuestiones como ésta, ¿dónde quedan los discursos electorales del recalcitrante señor Rajoy y del extinto señor Zapatero? Tampoco ocupa el primer plano de nuestras preocupaciones la negociación de ayudas para hacer rentable la trama del ERE. Aquí estamos hablando de futuro. Lo último es lo primero.