EL MAESTRO LIENDRE

PRETÉRITO PERFECTO

Cádiz añora el Doce incluso un año antes de que se conmemore porque ya sabe que no será

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Casi todos los gaditanos crecen adictos a la melancolía. En una sublimación del himno andaluz, les enseñan desde chicos lo que fueron y les preparan para no serlo, para añorar la grandeza que nunca vieron, la gloria que se les escapó por siglo y medio de nada, por milenio y pico. Fuimos grandes. Emporio del orbe. Edén de los patricios satirones. Cruce de todos los caminos de la mar océana. Torre-mirador del horizonte más lejano. Botín obsesivo de piratas. Puente invisible entre continentes de colorines. Frontera infranqueable de los emperadores más célebres, bajitos y cabreados de la Historia y vientre de alquiler para la primera, efímera, Constitución de España. Duró poco, la cuarta parte que la más breve de nuestras negras dictaduras desde entonces... Un pasado precioso. Nadie estaba allí pero...

Fuimos. Ni somos ni seremos. Pero fuimos. Resulta inexplicable la sonrisa con la que escuchamos decir a nuestros mayores que éramos indianos, navegantes, cosmopolitas, resistentes asediados y cultos tertulianos, mientras admitimos que ni lo somos ni vamos a volver a serlo. Y encantados, oye. Es asombrosa nuestra capacidad para asumir la decadencia en presente con la única recompensa del esplendor pretérito perfecto (pluscuamperfecto).

Hemos afilado tanto ese talento para la melancolía que hemos conseguido un récord mundial: echamos de menos algo que aún no ha pasado porque consideramos que no va a pasar. Se trata del Bicentenario del Doce. A un año corto, a medio año largo de la celebración, ya hemos asumido todos que será un pufo... Y tan tranquilos. Ni exigimos, ni clamamos, ni pedimos dimisiones, ni que nadie cese en su función. Ni a votar estamos dispuestos, en el colmo de la cómplice inacción. Que vayan los de siempre, que pase lo de siempre, que sigan los de siempre. Esta semana se ha caído el único de los planes del Bicentenario que parecía tener algo de brillo popular (discutible). La recuperación y reforma del Castillo de San Sebastián era, con todas los matices posibles, el único gran proyecto de la efeméride que despertaba algo de ilusión, que era más o menos conocido por un sector más o menos amplio de la población.

La obra empezó a tiempo, decían, y siempre nos dijeron que su ritmo era el adecuado. Primero iba a ser nuestro remedo de la Ópera de Sidney, en pleno mar. Luego se le fueron cayendo el auditorio, los complementos y el oropel. Ahora resulta que no estará. Que será poco menos que un recinto de albero, lleno de casamatas en las que no sabremos qué hacer y que no atraerán a nadie (como todos los edificios que se recuperan). Todo esto, además, cuando se pueda porque el nuevo presidente del Consorcio del Doce, con un máster en chascos tras lo de Valcárcel, asegura que «no estará para 2012».

Y no pasa nada. Tampoco estará el segundo puente. Ni la primera piedra del nuevo hospital, ni el tren de altita velocidad, ni el estadio terminado, ni hotel alguno de cinco estrellas. Ya cabe dudar del Oratorio que es el único que, a esta hora, sobrevive ajeno a la etiqueta del retraso o la frustración.

Todos esos son proyectos más o menos deseados o necesarios, radicalmente ajenos a la celebración pero que cabía impulsar al amparo de la fecha. Ya no estarán. El año mágico parece haber degenerado en vudú, porque todos sabemos que es mucho mejor no tener expectativas que soportar la decepción de las que resultan falsas. De las exposiciones se sabe poco. Y de la gran programación cultural solo sabemos que le sobrará el adjetivo. Y de la erradicación de la infravivienda (el mayor e innegociable objetivo paralelo del año subrayado) también se asume que no llegará, que habrá que soportar la ignominia otra década.

Aún no ha llegado el Doce y ya lo añoramos. Una cumbre iberoamericana queda. Es decir, dos días en los informativos de la tele, como cuando la Campanario o los Reyes fueron a La Isla en el Diez. Y ya. Otra ocasión para mantener nuestra pasión por el suspiro melancólico. Pero ¡qué grandes fuimos! ¡y qué grandes íbamos a ser!