Media verónica de Julio Aparicio a su primer toro. / VÍCTOR LÓPEZ
LA FICHA

Manzanares ilumina la tarde

Grave cogida de Morante que fue corneado al caer en la cara del toro cuando bordaba el toreo; Aparicio, sin embargo, quedó inédito

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Con el color de cielo casi apagado que tienen las siete y media de la tarde, irrumpieron en la arena tres toreros de corte artístico, esos que tanta expectación levantan entre los aficionados.Y lo hicieron ataviados con bordados azabaches, no resplandecía el habitual oro en el solemne paseíllo. Brochazos oscuros que se intensificaron con el catafalco del terno de Aparicio, como negro presagio de su apagada actuación. Pero cuando la tarde ya se iluminaba por la senda del triunfo, el negro fantasma de la tragedia que, hambriento de femorales, siempre vaga por las plazas, clavó de súbito las banderas negras de la cornada en el muslo de Morante.

Los primeros áuricos destellos que colorearon la corrida salieron del claro manatial de ese extraordinario espada que es José María Manzanares. Y lo hizo cuando meció las verónicas en su saludo de capa al tercero y abrochó después con ceñida revolera. Fue éste un cinqueño de armónicas hechuras, que empujó con fuerza y bravura en el caballo, donde recibiría una portentosa vara de El Chocolate. También el tercio de banderillas lució tonos dorados con los dos pares de perfecta ejecución que prendiera Rafael Cuesta. Toro pronto y de desbordante brío en la embestida, que permitió a Manzanares dibujar series macizas de hondos y encendidos derechazos. Cuajadas tandas que abrochaba con preciosos cambios de mano y con profundos pases de pecho, a un animal que no cesaba de acometer humillado y largo, bravo y entregado. Esculpió el diestro la etérea obra de ajustados naturales, resueltos con la cadencia de un despacioso cambio de mano y culminó su labor con trincherazos de sobrecogedora plasticidad. Cuando el torero asió la espada, corría el cálido run run en los tendidos de haber presenciado algo grande, una faena de elevadísimo nivel artístico. Tras una perfecta ejecución del volapié, se le concederían las dos orejas de un ejemplar al que, incomprensiblemente, se le negó la merecida vuelta al ruedo.

Si excelsa fue su actuación frente al bravo tercero, de épica y entregada habría que definir su esforzada labor ante el incierto y gazapón que cerraba plaza. De embestida rebrincada e incómoda, desarrolló sentido a lo largo de la lidia y puso en aprietos a un Manzanares que se cruzó con él, aguantó parones y tarascadas, hasta acabar con tan peligroso animal metido en la victoriosa canasta de su franela. Otra gran estocada le valió el tercer trofeo que, en respeto a su compañero herido, no paseó ni quiso que lo llevaran a hombros.

Morante de la Puebla no pasó de un tono claroscuro ante al encastado y brusco jabonero que hizo segundo. Intermitencias y pinceladas, como una sentida verónica o una media de pasmosa lentitud, pero no se llegó a confiar en ningún momento y se mostraría demasiado dubitativo e indeciso. Devuelto el titular de El Cuvillo por manifiesta cojera, salió en quinto lugar un sobrero de Camacho, colorado, ojo de perdíz y engatillado de cuerna, que presentó una embestida corta pero humillada. Tras una buena pelea en varas, salió del caballo con una acometida tan sosa como pausada. Condiciones que aprovecharía a la perfección un inspirado Morante para cuajar muletazos con esa elegancia arrebatada y singular que sólo pueden manar de su particular barroquismo. Pases relajados, mecidos, casi dormidos, daban sensación de embriaguez, de embrujamiento... hasta que un tropezón con su propia muleta le hizo caer a merced del toro y sentir, de pronto, la violenta quemazón de la cornada que se abrían como navajas en su cuerpo.

Carente de ánimos y de recursos, Aparicio pasó como alma en pena por El Puerto. Ni siquiera lo intentó ante dos toros bravos y encastados. Agorero catafalco.