El Ejército ha tomado las calles hondureña. / Ap
editorial

Honduras democrática

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El imparable pulso entre el presidente de Honduras, Manuel Zelaya, y el Ejército se resolvió ayer con la intolerable detención y expulsión por la fuerza del jefe del Estado, impedido así para celebrar el plebiscito que había convocado sobre su objetivo de reformar la Constitución con la frontal oposición no sólo de los militares, sino también del Congreso, la Corte Suprema de Justicia y el Tribunal Supremo Electoral.

La decisión de Zelaya de desoír el rechazo de los otros poderes del Estado a un cambio de marco legislativo que permitiría al presidente renovar su mandato, a pesar de que lo impide el propio texto constitucional, no justifica de ningún modo el golpe dado por el Ejército. El aval prestado por el Supremo y el Poder Judicial a la captura y deportación a Costa Rica de Zelaya por su negativa a dar marcha atrás a una consulta considerada ilegal y la destitución oficial aprobada poco después por el Parlamento otorgan al Ejército una capacidad para tutelar los designios del país incompatible con la legalidad que reivindican los contrarios al presidente.

La unánime condena de la comunidad internacional a lo que ha interpretado, sin duda, como un golpe militar debe traducirse en una acción diplomática conducente a la restitución del presidente elegido democráticamente en 2005 y a evitar un derramamiento de sangre.

La grave crisis en que han desembocado los difíciles equilibrios de poder internos advierte de la fragilidad institucional de un Estado sumido en la inestabilidad política y condenado por una pobreza endémica. El descarado intento de Hugo Chávez de patrimonializar la respuesta al levantamiento militar, alentando sospechas contra EE UU y advirtiendo de que considerará un “acto de guerra” las agresiones contra sus diplomáticos en Honduras, refleja no sólo la insidiosa tendencia del presidente venezolano a aprovechar cualquier conflicto en la región a beneficio del ‘polo chavista’ que encabeza, el cual viene actuando como un contrapeso de las democracias latinoamericanas más homologables.

También demuestra que la estrafalaria deriva populista de Zelaya había alejado a su país del sosiego institucional que precisa para hacer frente a las graves carencias de todo orden que soporta la maltratada población. Pero los temerarios desafíos lanzados por Zelaya no pueden amparar una vulneración de las reglas democráticas como las que los poderes opuestos al presidente han protagonizado contra el propio Estado y con el Ejército en vanguardia.