A PIE DE PLAYA. En la arena es donde más se percibe la velocidad de la carrera, además de darse un baño de sol. / F. A.
Sociedad

Un día en las carreras

En bikini a pie de sombrilla o vestido a la última en los palcos: dos caminos para sentir de cerca el galope en el hipódromo de arena de Sanlúcar a partir del miércoles

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Claudia es una inocente Al-Capone sobre la arena. A sus nueve años, controla las apuestas que se mueven en el metro cuadrado que rodea su caseta en Las Piletas. Cinco minutos antes de que un rayo de cinco caballos corte el aire frente a ella, ofrece sus servicios de casa de juegos. «Mínimo, diez céntimos; máximo un euro», explica con una sonrisa cándida bajo la atenta mirada de Cari, su madre que le ayuda. Si el apostador tiene suerte, cobrará el doble. Si arriesga más de 20 céntimos -los más osados- obtendrá algo más: «un peluche de Bob Esponja, un bolso Rosa, un coche de juguete o un polito flash». Eso, además de la sonrisa de la niña, uno de los mayores atractivos de las Carreras de Sanlúcar que viven a partir del miércoles su segundo ciclo, la fiesta -porque es una fiesta- en que los caballos galopan sobre el agua.

O eso parece, al menos, desde la playa, frente a la pequeña casa de apuestas: una caja de cartón recubierto -«con pintura de casa, de la buena»-, adornado con pequeñas flores verdes de plástico y coronado por tres banderas y un imponente purasangre de plástico, antigua montura de alguna Barbie probablemente ya desvencijada. Lo ha construido Claudia con la ayuda de su padre, «que es carpintero y de esto sabe».

Cientos de metas

Los pronósticos, la técnica, las probabilidades y, favoritos y caballos ganadores quedan muy lejos de allí. «No importa quién corra», explica Carmen Silva, que hace 20 años estaba en las mismas que Claudia. Tampoco importa quién llegue primero al final, pues la meta que cuenta para hacerse con el polito flash la ha trazado la niña en una perpendicular sui generis de su caseta. Una sinuosa línea escarbada con un rastrillo de playa marca quién será el primer caballo y los clientes a los que se deberá pagar el premio.

Pasa la carrera con su trueno de cascos sobre el cemento de la arena mojada. Una multitud de bikinis y bañadores se agolpan junto a la valla naranja. «Antes no había protección -recuerda Silva- y jugábamos a cruzar delante de los caballos. El que salía el último, el más valiente, ganaba la apuesta ¿Y nuestras madres no decían nada!».

Hay gritos, muchas fotos, pero dos segundos después, los aficionados vuelven a poblar el mar de sombrillas en que convierten la playa. Pese a que no salen en las fotos, la mayoría de los participantes en la fiesta de Sanlúcar no visten sombrero ni camisa, sino camiseta y chanclas.

José Antonio Ramos, de 51 años, trabajador en una bodega, es el sereno patriarca de uno de esos grupos. «Vengo con mi mujer, mis hijas, los niños, estos chicos que van a ser mis yernos, las primas, las amigas que son como de la familia y mi suegra, que es esta señora de aquí». Todos han llegado por la mañana, y viven el glamour de las carreras a su manera, entre el aroma de la crema solar, los bocadillos de mortadela para los niños y los termos de café. «La cosa está muy mal y esta es la única fórmula de vacaciones que podemos hacer», dice Juan Antonio, que asegura que no se pierde una carrera.

Cincuenta metros de arena son un abismo de ambientes si se compara el desparpajo de la arena con el management social que se vive en el recinto. Ni mejor ni peor. Diferente. Diez euros son el pasaporte a un mundo en el que se distinguen tres grandes grupos: los profesionales y aficionados de las carreras, los comerciales en busca de clientes y los que van a dejarse ver. Esos son los que más pasean, ya sea a la vera de una barra o por la pequeña feria de productos ecuestres.

Entre ellos, la alcaldesa, en radiante charleta con sus amigos, «encantada» de que este año la ciudad reciba más público que en ediciones anteriores. Irene García (PSOE) viste con la elegancia que merece la ocasión, aunque no se deja engañar por su puesto en la jerarquía de poder de la ciudad. «El visitante que llegue por primera vez, antes de venir al recinto, tiene que ver una carrera en la playa. O dos: una salida y una llegada. Y luego, por supuesto, venir aquí».

Entre copa de manzanilla y cubata de whisky, se apuesta algo más que en la caseta de Claudia. Tampoco mucho más. Francisco, director de una sucursal bancaria en Sanlúcar se ha jugado seis euros. Dos a caballo ganador al cinco, dos al ocho y una gemela 5-8 (5 gana y 8 segundo) y no le ha ido mal. El número cinco fue vencedor, con lo que ganó dos de ellas, «36 euros, no mucho». Carmen Silva le pregunta la clave del éxito y se explica Francisco: «el cinco lo elegí porque en el tal te la ... tú sabes. El ocho porque se llamaba Pluma de algo y me hizo gracia».

Los grupos de amigos llevan la suerte hasta sus últimas consecuencias en las apuestas pull, el sistema más emocionante y también más arriesgado. Un ejemplo: un grupo de 12 personas hacen una pull para una carrera de doce caballos. Cada uno se juega 100 euros (esta es de las buenas) y saca un papel con el número del caballo con el que participa. Si gana, cobrará 1.200 euros.

No todo es aleatorio. Si el visitante quiere sacar lo suficiente para darse el lujo de unos langostinos en Bajo de Guía puede arrimarse a uno de los expertos. Les distinguirá por los prismáticos que cuelgan de su cuello y por las anotaciones en el programa del día que entregan a la entrada. Gabriel Raya es uno de ellos, un clásico del universo del caballo en Sanlúcar.

Caballos y mujeres

Antes de cada salida, Gabriel observa el paso de los animales en el pequeño picadero dentro del recinto donde calientan los participantes. «Apostar por un caballo es como hacerlo por una mujer. Si quieres ligar con ella, tienes que observarla. Si está tranquila, si mira de frente, puede ser que triunfes. Si se muestra nerviosa, fuera de sí, no habrá triunfo. En las carreras y en el amor hay que dejarse llevar por la intuición y apostar fuerte».

Beatriz Puig Díaz Criado y Francisco José Gilpeña no le quitan ojo a la pantalla de las carreras. Les va mucho en ello. Son directivos de Sanlucab, una empresa local dueña de una cuadra de caballos de carreras y caballos de pura raza. Una de las estrellas que traen a la playa es Naval King, que ya cruzó la meta el primero el pasado año. La razón por la que alguien se hace con un caballo de carreras y no con un perro mastín es una afición desmedida y «una inversión en marketing», dice Puig, la directora comercial de la compañía. «El caballo purasangre está concebido exclusivamente para desarrollar velocidad», explica. Eso y ganar carreras con buenos premios para mitigar la roncha en la cuenta corriente de su propietario por el que se cuela el sueldo del jockey que lo monta y lo prepara, alimentación, medicinas... «Un caballo en concreto puede ser rentable», asegura.

Pero no todo son purasangres. La empresa Sanlucab ha puesto en marcha un concurso morfológico para elegir al mejor caballo de pura raza española que se ha celebrado en el propio recinto. Su idea es celebrar un gran salón ecuestre en la ciudad. «En Sanlúcar hay más caballos que gente», dice Francisco.

Termina la tercera carrera y el público toma las riendas en la barra. Los que ganaron, a pulirse sus beneficios. Los que han perdido, a enmendar la noche en una velada adecuada para soltarse el pelo de la high society gaditana y marcarse un baile en la verbena al ritmo del chimpún y su Acércate un poquito, Salomé. Si el visitante tiene amigos que lo inviten a una copa de manzanilla en los palcos particulares (abarrotados de noche en el segundo ciclo que arranca el 27 de agosto), será un tipo con suerte. Aunque no ganase el polito flash en la caja de la sonriente Claudia, que ya desmonta su chiringuito camino de casa.

apaolaza@lavozdigital.es