Tribuna

Españoles en Mauthausen: el convoy de los 927

COMANDANTE DE CABALLERÍA, ABOGADO Y ECONOMISTA Actualizado: Guardar
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El 20 de agosto de 1940, se han cumplido ya 70 años, salió de la estación de Angulema, Francia, un tren de ganado con 927 refugiados españoles con un rumbo desconocido para los viajeros, pero que resultó trágico para la gran mayoría de los componentes del tren porque el destino final fue Mauthausen.

Mauthausen es un pueblecito medieval y encantador de la Austria central, a orillas del Danubio y cercano a la industriosa ciudad de Linz, en el que había una cantera de granito, cuyas extracciones necesitaba el gobierno nazi para sus grandes infraestructuras. En puridad, Mauthausen no era un campo de exterminio, como Auschwitz, Belzec o Treblinca. Mauthausen era un campo de trabajo, aunque las condiciones del mismo llevaran igualmente a la muerte. Tétricamente se decía que «en Mauthausen se entraba por la puerta y se salía por la chimenea».

Los 927 componentes del siniestro tren eran refugiados de la guerra civil en el campo de Les Alliers, Angulema, quienes vivieron su segunda tragedia en poco tiempo. Llegaron a Francia como perdedores de una guerra civil, pero la tierra de la libertad y fraternidad no les dispensó la mejor de sus acogidas, de hecho, les llamaron «les indesiderables». El gobierno del general Franco se desentendió de ellos, el de la república en el exilio, no consta que intentara mejorar su suerte. El gobierno de Petain se los quitó de encima, y el nazi hizo el resto. Cuatro gobiernos y una tragedia.

Llegaron a Mauthausen tras cuatro días de largo viaje hacinados como animales, sin comida ni higiene. La primera decisión de las autoridades nazis fue la separación de sus familias de los hombres aptos para el trabajo. El grupo de los que fueron los primeros españoles en Mauthausen se redujo a 470, de los que no sobrevivió ninguno mayor de cuarenta años. Sobrecoge ver la larga y conocida escalera de 186 escalones que tenían que subir los prisioneros cargados con las pesadas piedras desde la cantera hasta el campo. La fatiga hasta la extenuación supuso la muerte de miles de prisioneros.

La vida en Mauthausen fue extremadamente dura y cruel, y así se entiende que algunos prefirieran poner fin a su desgraciada existencia arrojándose a las alambradas eléctricas perimetrales, o cayendo abatidos por los disparos de los vigilantes. Como campo de trabajo, la vida de los refugiados solo tenía sentido en tanto fueran capaces de rendir, pero en cuanto el prisionero desfallecía como consecuencia de la casi nula alimentación, las enfermedades, el agotamiento, el intenso frío, o la ausencia de higiene, su vida era absolutamente prescindible. De ahí que perversamente, las cámaras de gas y los hornos crematorios estuvieran ¡debajo de la enfermería!

Durante su macabra existencia, en Mauthausen y sus campos satélites de Gusen, murieron 122.000 personas, de los que más de 5.000 fueron españoles, hasta que en mayo de 1945, hace pues 65 años, el campo fue liberado por la Caballería de la 11ª División Acorazada de los EE UU. Aunque a última hora los nazis trataron de destruir las pruebas de su salvajismo, la evidencia se impuso. Los campos de concentración nazis son los que se han llevado la palma de una repugnante reputación, pero los rusos no se quedaron atrás, y buena prueba de ello fue el denigrante e inhumano trato recibido por otros compatriotas nuestros: los prisioneros de la división azul. Muchos murieron sin poder soportar la crueldad soviética. Igualmente, las condiciones de los campos de concentración japoneses, éstos menos conocidos, fueron también inhumanas. Los malos tratos y los actos de tortura fueron sistemáticos, provocando en muchos casos la muerte. Verdaderamente, el ser humano no salió bien parado de la II Guerra Mundial.

Llegué a Mautahusen una gélida mañana de diciembre, en la que la niebla y la fina lluvia hacían aun más lúgubre el escenario. Sorprendentemente no se encuentra un solo cartel que señalice la situación exacta del campo. Comprobé in situ las pruebas de las crueldades nazis y se me heló el alma, el resto ya lo estaba. El horror de las cámaras de gas y los hornos crematorios aún permanece en mi retina y dudo mucho que se pueda olvidar. No pude evitar reflexionar sobre la obediencia debida, -«befehl ist befehl», órdenes son órdenes-. felizmente superada desde Núremberg.

Cuando pude zafarme de la contradictoria atracción-rechazo que supone compartir unos instantes con el horror humano, me dirigí a los típicos puestecillos austriacos de Linz para comprar las conocidas bolas navideñas de esa ciudad, y cómo no, fui a tomar una copa de vino caliente para volver al calor y a la vida, como si aquello no hubiera sucedido jamás, ¡pero sucedió!