Momia al descubierto en un museo egipcio.
Relatos ferroviarios

Las momias que alimentaban las locomotoras de vapor

Un irónico relato del genial Mark Twain dio carta de naturaleza, incluso en textos científicos, a la creencia de que los restos egipcios sirvieron como combustible

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"No voy a hablar del ferrocarril egipcio, ya que es como cualquier otro ferrocarril. Me limitaré a decir que el combustible que utilizan para la locomotora se compone de momias de tres mil años, compradas a ese propósito a tanto la tonelada en los cementerios, y que a veces se escucha al maquinista profano exclamar con voz malhumorada: ¡Joder con estos plebeyos que no se queman y no valen un centavo; mejor pásame un noble...!"

Las momias que alimentaban las locomotoras de vapor


Ilustración del libro de Mark Twain 'The innocents abroad'.

El párrafo corresponde a un pasaje del libro ‘Los inocentes en el extranjero’ ('The innocents abroad'), editado también bajo el título de ‘Un yanqui por Europa camino de Tierra Santa’, donde Samuel Langhorne Clemens (1835-1910) -William Faulkner lo proclamó padre de la literatura norteamericana-, entonces un joven periodista ansioso por ver mundo, se aventura en un viaje por el Viejo Continente y Oriente Próximo. El autor, popularmente conocido como Mark Twain, se embarca en el vapor ‘Quaker City’ para elaborar una guía de viajes (aún hoy en día sus relatos sirven de apoyo) donde explota humorísticamente y de forma epistolar -son cartas publicadas en periódicos norteamericanos-, de un lado, la decadencia, pretenciosidad y el aristocratismo europeo; de otro, el provincianismo paleto y la irreverencia de los estadounidenses en contacto con Europa. Es la primera travesía de placer que se organiza en un trasatlántico. Durante cuatro meses, norteamericanos adinerados visitan Azores, Gibraltar, Tánger, París, Italia, Atenas, Estambul, Sebastopol, Yalta, Palestina y Egipto. Concluía con una semana en Andalucía.

Cuando Mark Twain recala en el país de las pirámides, en la necrópolis de Saqqarah se acaba de producir uno de esos hallazgos que sorprenden al mundo. Los arqueólogos encuentran ocho millones de momias de perros. Más de un siglo después, sabemos que los egipcios no solo embalsamaban a sus seres queridos, sino que era práctica habitual que hicieran lo mismo con sus mascotas y que enterraran a estas junto a sus dueños. Incluso se llegaba a momificar a los animales de carga, como se ha podido comprobar en algunos cementerios.

Las momias que alimentaban las locomotoras de vapor


Mark Twain, padre de la literatura norteamericana, autor de 'Un Yanqui en la corte del rey Arturo' y las aventuras de Tom Sawyer.

Los egipcios daban mucha importancia a la muerte. Pensaban que tras el fallecimiento vendría una segunda vida llena de placeres; pero acceder a esa vida no era tarea fácil. Había que convencer al dios Osiris (dueño del Inframundo, entre otras muchas cosas) y a otros 42 jueces de que el difunto merecía esa nueva existencia.

La conservación del cuerpo resultaba, por tanto, esencial. Pero antes había que eliminar las vísceras, cuya putrefacción hace imposible la conservación del cuerpo. La operación era complicada y requería de operarios muy especializados. Antes de extraer los órganos y guardarlos en unos vasos llamados canopos, se limpiaba y se perfumaba el cadáver. El vientre vacío se rellenaba con mirra y se sumergía el cuerpo en natrón (un carbonato de sodio natural, muy hidratado) durante setenta días. Una vez que el cuerpo estaba bien seco, se volvía a rellenarlo con mirra, para envolverlo con vendas, entre las que en ocasiones se escondían amuletos. Finalmente, se depositaba en tres sarcófagos, uno dentro del otro.

Otros usos de las momias

Es muy probable que el escritor norteamericano, que dio vida a las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, supiera que durante la Edad Media se atribuían propiedades curativas al polvo de momia, debido a la confusión con el término ‘mummia’ (lo que nosotros conocemos como betún de Judea). Algunos boticarios, que creían a pies juntillas lo que no era más que una superstición, diluían en vino de miel el polvo obtenido de la molienda de los restos humanos embalsamados; otras veces se tomaba directamente con agua. Incluso había quien directamente ingería trozos del cadáver en forma de pasta negruzca. A mediados del siglo XVI, el médico francés Ambrosio Paré, fundador de la cirugía moderna que también había medicado a sus pacientes con estos bocados, anuncia que “a poco de ingerirlos, se vomitan con gran dolor de estómago” y que no sólo no reducía las hemorragias, sino que, por el contrario, “más bien por la agitación que esta droga produce en el cuerpo, aumenta la pérdida de sangre”. Sin embargo, antes de que Paré, al que posteriormente se sumaron otros galenos y estudiosos, desmitificara las bondades de la momia, ésta había gozado en Europa de tal prestigio que los comerciantes en Francia, por ejemplo, hacían un negocio fabuloso robando cadáveres de los cementerios en la noche. Incluso la realeza europea hizo uso habitual de estos restos.

Mark Twain introduce el párrafo sobre las momias en su famosa guía de viaje, que publica en forma de crónica en el periódico ‘Alta California’, haciendo bueno ese aforismo que popularizaría años después: “Conoce primero los hechos y luego distorsiónalos cuanto quieras”. No es consciente, sin embargo, de que su irónica y humorística descripción sobre la abundancia de momias en Egipto toma carta de naturaleza incluso en textos de la comunidad científica, como muestra la revista 'Scientific American' en un artículo de 1859 donde informa también de esa fuente de combustible.

Tampoco resulta soprendente que se diera por cierto que en el siglo XIX, durante la construcción del ferrocarril en Egipto, se desenterraran tantas momias que terminaron usándolas para alimentar las locomotoras. Porque, básicamente, el combustible que utilizan las máquinas de vapor es, sobre todo madera o carbón que se quema en un horno; aunque en realidad puede utilizarse cualquier material susceptible de arder. Hacer funcionar un tren a vapor consiste, en esencia, en construir una caldera (tanque de metal lleno de agua), ponerle fuego y esperar a que se acumule el vapor necesario para que comience a empujar un pistón que dará finalmente movimiento giratorio a las ruedas.

El uso del polvo de momia también era conocido por los pintores del siglo XVIII, cuando se popularizó precisamente el marrón momia, muy apreciado por su brillo y por no agrietarse al secarse sobre el lienzo.

La verdad del Evangelio

No es de extrañar, por tanto, que lo que Twain relató en su guía de viajes como una broma tomara carta de naturaleza y los lectores, con el tiempo, concedieran a la leyenda una verosimilitud a prueba de bombas. Hasta la BBC dio credibilidad al relato y lo certificó en alguno de sus programas como un hecho probado.

Claro que la chanza de Twain bien pudo inspirarse en un rumor relacionado que circuló en la segunda mitad del siglo XIX. Según una de las leyendas de la época, durante la Guerra Civil los fabricantes estadounidenses de papel se vieron obligados a importar envolturas de momias, a unos pocos centavos por libra, para utilizar en sus fábricas, dadas las dificultades que tenían para hacerse con la materia prima. Pero, al no poder esterilizar los envoltorios, provocaron un brote de cólera entre los trabajadores de los molinos.

La historia sólo resulta un poco más creíble que la inocentada del ferrocarril, aunque acabó como la verdad del evangelio entre respetados propietarios de la industria papelera. Para ser justos, el relato tiene ligeros aspectos reales. Antes de la introducción de la fabricación de papel de pulpa de madera en el siglo XIX, los fabricantes tuvieron que enfrentarse a una escasez de materia prima y frecuentemente se vieron obligados a utilizar harapos. Muchos de estos trapos fueron importados del extranjero, y algunos de los fardos procedían de Egipto. Sin embargo, no hay forma de relacionar los tejidos del país de las pirámides con las envolturas de las momias. Es otra leyenda urbana o un 'fake', según reconoceríamos hoy en día.

Las momias que alimentaban las locomotoras de vapor


Estación de Milán, durante la útima parte del siglo XIX.

‘Los inocentes en el extranjero’, la obra más vendida en vida del autor, no deja títere con cabeza y arremete, casi sin piedad aunque con un estilo de fina ironía, contra los guías de turismo, los franceses, los napolitanos, los peregrinos por Tierra Santa, Miguel Ángel y los maestros de la Antigüedad. Tampoco el ferrocarril se escapa a su mordaz sarcasmo. Twain se sorprende del lujo con el que están construidas algunas de las estaciones de Italia, que, ya en aquella época, atravesaba grandes dificultades económicas. El autor de 'Un yanqui en la corte del rey Arturo' es concluyente en su sorna: “Hay muchas cosas en esta Italia que no consigo entender... y de un modo especial no entiendo cómo un gobierno en bancarrota puede tener estaciones ferroviarias cual palacios y pasos a nivel maravillosos: duros como diamantes, rectos como una regla, lisos como el suelo, blancos como la nieve. Cuando es tan oscuro que no se ve nada, todavía pueden vislumbrarse las vallas de los pasos a nivel de Italia. Y están lo bastante limpias como para comer en ellas, sin mantel, con tal de ponerlas planas. Lo más curioso es que no cobran peaje. En cuanto a los ferrocarriles... no tenemos ninguno igual. Los vagones se deslizan por las vías tan suavemente como si patinaran. Las estaciones son vastos palacios de mármol con majestuosas columnas de la misma piedra real, con grandes muros sólidos y techos decorados con frescos. Las altas puertas están adornadas con graciosas estatuas y los suelos son todos de brillante mármol”.

Twain era un genio. Sabía apreciar las cualidades humanas, conocía las debilidades del individuo y describía los paisajes con fina maestría. Además de peculiar, también era un ser muy distraído, amén de despistado. La anécdota es un fiel reflejo de su carácter y personalidad. En uno de sus viajes en tren por EE UU, se topó con el revisor y no dio con el billete. Tras una larga espera con el escritor rebuscando por todos sus bolsillos, el hombre le dijo: “Ya sé que usted es el autor de 'Tom Sawyer', así que no se moleste, estoy seguro de que ha extraviado el billete”. Pero Twain seguía buscando y el revisor insistiendo en que no hacía falta, hasta que le confesó: “Es que, si no lo encuentro, no sé dónde debo bajarme”.

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