Baumgartner ya ha saltado desde 21 kilómetros de altura./ Archivo
reportaje

La caída supersónica

El austriaco Felix Baumgartner quiere romper la barrera del sonido "a pelo", arrojándose de una cápsula. Ya ha saltado desde 21 kilómetros de altura

MADRID Actualizado: Guardar
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Felix Baumgartner es un virtuoso de la caída. Cuando se trata del deportista austriaco, esa situación inquietante de precipitarse hacia el suelo acaba pareciéndose mucho a volar: en 2003, de hecho, se colocó a la espalda unas alas de carbono, saltó desde una aeronave a nueve kilómetros de altitud y atravesó planeando el Canal de la Mancha, a una velocidad que superó los 300 kilómetros por hora. Baumgartner, al que apodan "Felix Sin Miedo", tiene la bonita costumbre de subir a cualquier lugar elevado que le resulte atractivo y arrojarse al vacío: fue el primero en hacerlo desde las Torres Petronas de Kuala Lumpur, batiendo así el récord mundial de salto más alto desde un edificio; también se tiró de la Torre 101 de Taipéi, después de explorar el terreno disfrazado y ser detenido en tres ocasiones por los vigilantes de seguridad; y, en fin, una vez se lanzó desde la mano del Cristo Redentor de Río de Janeiro, en un salto peligroso precisamente por lo bajo, ya que 29 metros no dan para muchas alegrías con el paracaídas.

Pero ahora Baumgartner está liado con un proyecto más ambicioso, el santo grial de la caída libre. Su objetivo es saltar desde una cápsula a casi 37 kilómetros de la superficie terrestre y anotarse cuatro marcas históricas de una tacada: la de globo tripulado que llega más arriba, la de salto hacia el suelo desde mayor altitud y la de caída libre más larga (unos cinco minutos y medio hasta abrir el paracaídas), además de convertirse en la primera persona que rompe la barrera del sonido a pelo, sin más protección que su traje de astronauta adaptado y su cuerpo serrano de 42 años.

La mano gigantesca

El cuarto logro es una novedad absoluta, pero los otros tres llevan más de medio siglo en posesión del mismo hombre, Joseph Kittinger, un capitán de la aviación estadounidense que en 1960 se elevó 31 kilómetros en una góndola abierta colgada de un globo y, tras una breve oración, saltó. Le falló la presurización del guante derecho, con lo que la mano se le hinchó hasta el doble de su volumen habitual, pero había sido mucho peor uno de sus intentos anteriores: aquella vez el paracaídas se le abrió antes de tiempo, se le enrolló al cuello y le dejó inconsciente; bajó dando vueltas como una hélice y, a cinco kilómetros del suelo, se abrió automáticamente el segundo paracaídas, que también se enredó con ese cuerpo que giraba enloquecido. Menos mal que llevaba un tercero. Peor suerte corrió en 1966 el excamionero Nick Piantanida, que se quedó en coma por un fallo de su mascarilla y murió cuatro meses después.

Joseph Kittinger, el «héroe de la infancia» de Baumgartner, es uno de los cien expertos que componen su equipo en el proyecto Red Bull Stratos, al que se han incorporado todos los avances técnicos de estos últimos cincuenta años. La cápsula es ahora una esfera cerrada, en cuyo interior se mantiene todo el tiempo una presión equivalente a la de los 4.800 metros sobre el nivel del mar, con lo que el austriaco no ha de inflar su traje hasta que le llega el momento decisivo de saltar. La presión atmosférica es un factor determinante en todo este asunto. Por encima de la llamada Línea de Armstrong, a 19 kilómetros del suelo, la presión es tan baja que los fluidos hierven a la temperatura del cuerpo humano, de manera que una persona puede convertirse en un espantoso zombi que se vacía a borbotones a través de sus orificios.

Baumgartner rebasó la Línea de Armstrong el jueves pasado, en el primer ensayo del proyecto, y no hubo ningún error importante. Saltó desde casi 22 kilómetros de altitud y estuvo descendiendo en caída libre durante tres minutos y cuarenta y tres segundos, a una velocidad máxima de 586 kilómetros por hora. Abrió su paracaídas a 2.400 metros del suelo y aterrizó blandamente a 48 kilómetros del lugar del que había despegado, en Roswell (Nuevo México, Estados Unidos). Tras él se posaron en el desierto la cápsula, provista de su propio paracaídas, y el globo desinflado por control remoto. A Baumgartner, la vertiginosa experiencia le dejó una sonrisa de niño entusiasmado, aunque admitió dos sensaciones muy desagradables: el frío, en torno a los 60 grados bajo cero, que prácticamente le había impedido mover las manos, y la dificultad de calcular las distancias en mitad de un vacío tan inmenso. «Llevaba un rato bajando y ya quería abrir el paracaídas -explicó-, pero me di cuenta de que estaba aún a 15.000 metros del suelo».