relatos de verano

Los lobos esteparios

Sara se considera una superviviente, capaz de resistir mil naufragios. Ha sobrevivido a varios desamores y más de cien traiciones

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Sara se considera una superviviente, capaz de resistir mil naufragios. Ha sobrevivido a varios desamores, más de cien traiciones y a los recuerdos lacerantes de una infancia poco idílica. Curtida, a golpes, en mil batallas se plantea cada día como una lucha. Por eso por la mañana se coloca la armadura, que le hace parecer fría e imperturbable, y se lanza a la contienda. En el instituto en el que es profesora le llaman rara. Y supone que cosas peores. Pero eso es baladí para ella.

Toma la línea 16 del autobús a las 8.15. Si alguna vez se retrasa no oculta su desdén al conductor. Se aposenta en las filas de atrás y dedica unos minutos a observar a sus compañeros de viaje, cuyas caras son siempre las mismas. El anciano que se dirige al mercado, el universitario que no levanta la vista de su teléfono táctil, la mujer que mantiene conversaciones con sí misma… Idénticos roles, idéntica representación. Una vez terminado el registro saca de su bolso un libro y apenas le da tiempo a leer veinte páginas para cuando llega a su parada.

Hubo un tiempo en que le entusiasmaba explicar el barroco español. Ahora ya no. Se dedica a dictar apuntes sobre Velázquez, Ribalta y Murillo. No comparte recreo con nadie, no opina en los claustros y toma las vacaciones que ningún compañero quiere.

La mayoría de las tardes se encierra en casa, excepto dos días que acude a nadar. No permite que su rutina se quebrante. Aunque desde hace unos meses asiste cada viernes por la noche a una reunión.

Me llamo Sara.

Fabián apostó al rojo y salió negro. Y en su envite iba la casa, el coche y la esposa. Se juró mil veces que nunca más lanzaría unos dados y tan pronto como lo pronunciaba se arrepentía. Y arrojaba su penitencia al azar. Cuando el dinero dejó de entrar regularmente en su cuenta corriente comenzaron las mentiras y las estafas. Y con ellas se marcharon los pocos amigos que le quedaban.

Fue así como Fabián terminó solo. Esa es la historia que pocos de los que ahora le frecuentan conocen. Muchos se preguntan cómo un hombre aparentemente culto y bien parecido ha acabado alternando en albergues. Hay quien dice que una infidelidad le condujo a la bebida. Otros hablan de una extraña enfermedad que le atrapó el cerebro. Y algunos piensan que un crimen le retuvo entre rejas. Incluso recuerdan su caso, que cada vez es uno, y que apareció en los periódicos. Pero no será Fabián quien rectifique ninguna de estas historias porque él hace tiempo que dio la espalda al mundo. O que se acostumbró a que el mundo se la diese a él. Y ahora es tarde para cambiar. O eso creía hasta que la curiosidad le guió una noche a un local a encontrarse con otras personas. Y, por primera vez en muchos años, interactuar.

Me llamo Fabián.

Elsa se retoca el maquillaje de camino al trabajo. Nunca sale de casa tan perfecta como le gustaría, por ello, no olvida las pinturas y su espejo. Le hastían todos los que le rodean. Sus vecinos, su jefa, las cajeras del supermercado… Le provocan rechazo porque no los ve perfectos.

Por fuera es rubia, con piel tersa y una silueta envidiable. Pese a eso a ella le disgusta su pelo, su figura, su blusa. Nada de aquello le resulta perfecto. Nada ni nadie. Ninguno de los hombres a los que conoce al anochecer y sube a casa y a los que, tras ofrecerles su cama durante unas horas, les echa sin permitirles decir su nombre. Y tan pronto como contrariados cierran la puerta, ella se enfrenta al espejo y se insulta.

Todas las noches, menos una. La del viernes. La noche en la que, por fin, se topa con otros seres imperfectos. Pero estos son diferentes. O, mejor dicho, son iguales.

Me llamo Elsa.

Carlos se dio cuenta pronto de que tenía dos naturalezas enfrentadas entre sí. Una que mostraba y otra que trataba de ocultar a toda costa. Una que le permitía ir a trabajar al banco, relacionarse ocasionalmente con alguna chica y jugar partidos de fútbol con antiguos colegas del colegio. Poco más. La otra se presenta cuando menos lo espera. Y pone en jaque todo lo que le rodea. Le grita, con bramidos silenciosos, que esas mujeres se aprovechan de él, que esos amigos se ríen de su forma de ser y que ese trabajo le consume.

Y aunque intente frenar los chillidos, el choque de seres, le perturba. Le perturbaba.

Ahora ha hallado un camino. Hace años que leyó un libro con el que se sintió identificado y, obsesionado, lo ha revisado mil veces. Por eso cuando descubrió en una farola la convocatoria de un grupo que se cita cada viernes, y que toma su nombre del título de aquella novela, no dudó en acercarse.

Me llamo Carlos. Y yo también soy un lobo estepario.